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La buena disposición del detenido invitaba a ello. Juan de Dios Martínez aseguró que Castillo Jiménez no era el Penitente y que probablemente a la única persona que había matado era a su madre y que ni siquiera de esto era responsable pues presentaba síntomas claros de un trastorno nervioso. Y éste fue el último asesinato de una mujer en 1993, que fue el año en que comenzaron los asesinatos de mujeres en aquella región de la república mexicana, siendo gobernador del estado de Sonora el licenciado José Andrés Briceño, del Partido de Acción Nacional (PAN), y presidente municipal de Santa Teresa el licenciado José Refugio de las Heras, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hombres rectos y cabales que se echaban los tres de regla, sin miedo a las chicotizas, dispuestos a cualquier descontón.

Antes de que acabara el año 1993, sin embargo, ocurrió otro hecho luctuoso que nada tenía que ver con los asesinatos de mujeres, en el supuesto de que éstos tuvieran entre sí una relación, lo que aún estaba por probarse. Lalo Cura, por ese entonces, y sus dos funestos colegas trabajaban protegiendo cada día a la mujer de Pedro Rengifo, a quien Lalo sólo había visto una vez y de lejos. Por el contrario, ya conocía a varios de los guardaespaldas que éste tenía en nómina. Había algunos que le parecían interesantes. Pat O’Bannion, por ejemplo. O un indio yaqui que casi nunca hablaba. Sus dos compañeros, en cambio, sólo le producían desconfianza. De ellos no se podía aprender nada. Al tipo alto de Tijuana le gustaba hablar de California y de las mujeres que había conocido allí. Mezclaba palabras en español con palabras inglesas. Decía mentiras, cuentos que sólo le celebraba su compañero, el juarense, que era más callado, pero que también era el que menos confianza le inspiraba. Una mañana, como tantas otras, la señora fue a dejar a los niños a la escuela. Salieron en dos coches, el de la señora, un Mercedes de color verde claro, y la furgoneta Grand Cherokee marrón, que permanecía estacionada en una esquina de la escuela durante toda la mañana con otros dos guardaespaldas en su interior.

Esos dos eran llamados los guardaespaldas de los chamacos, de la misma manera que él y sus dos compañeros eran llamados los guardaespaldas de la señora, todos de categoría inferior a los tres que cuidaban a Pedro Rengifo, que eran llamados los guardaespaldas del jefe o los guaruras del jefe, denotando así una jerarquía no sólo de sueldo y funciones sino también de valor personal, de arrojo, de desprecio por la propia vida. Después de dejar a los niños en la escuela la mujer de Pedro Rengifo se había ido de compras. Primero estuvo en una tienda de ropa y luego visitó una perfumería y más tarde se le ocurrió visitar a una amiga que vivía en la calle Astrónomos, en la colonia Madero.

Durante cerca de una hora Lalo Cura y los dos guardaespaldas estuvieron esperándola, el de Tijuana en el interior del coche y Lalo y el juarense apoyados en los guardabarros, sin hablarse.

Cuando la señora salió (la amiga la acompañó hasta la puerta) el de Tijuana se bajó del coche y Lalo y el otro se pusieron derechos. En la calle había alguna gente, no mucha, pero alguna había. Gente que iba caminando hacia el centro, a hacer vaya uno a saber qué diligencias, gente que se preparaba para las fiestas de Navidad, gente que salía a comprar tortillas para la hora de la comida. La acera era gris, pero el sol que atravesaba las ramas de algunos árboles la hacía aparecer azulada, como si fuera un río. La mujer de Pedro Rengifo le dio un beso a su amiga y salió a la acera. El juarense se apresuró a abrirle la puerta de hierro. Por un extremo de la acera no se veía a nadie.

Por el otro caminaban hacia ellos dos empleadas domésticas.

Cuando la señora salió a la calle se volvió y le dijo algo a su amiga, que no se movía de la puerta. Entonces el de Tijuana vio que detrás de las dos empleadas caminaban dos hombres y se puso tenso. Lalo Cura vio la cara del de Tijuana y luego vio a los hombres y supo de inmediato que eran pistoleros y que estaban allí para matar a la mujer de Pedro Rengifo. El de Tijuana se acercó al juarense, que aún sostenía la puerta de hierro, y le dijo algo, aunque no se sabe si se lo dijo con palabras o con un gesto. La mujer de Pedro Rengifo sonrió. Su amiga lanzó una risotada que Lalo escuchó como si viniera desde muy lejos, desde lo alto de un cerro. Después vio cómo el de Juárez miraba al de Tijuana: de abajo arriba, como un puerco mirando el sol cara a cara. Con la mano izquierda le quitó el seguro a su pistola Desert Eagle y luego escuchó el taconeo de la mujer de Pedro Rengifo que se dirigía al coche y las voces de las dos empleadas llenas de interrogantes, como si en lugar de estar platicando no cesaran de interpelarse y de asombrarse, como si lo que ambas se contaban ni ellas mismas se lo pudieran creer.

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