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Ninguna tenía más de veinte años. Iban vestidas con faldas de color ocre y blusas amarillas. La amiga de la señora, que hacía desde la puerta de su casa un gesto de adiós con la mano, iba vestida con pantalones ajustados y un suéter verde. La mujer de Pedro Rengifo vestía un traje blanco y sus zapatos con tacones también eran blancos. Lalo pensó en el vestido de la mujer de su jefe justo en el momento en que los otros dos guardaespaldas echaban a correr calle abajo. Quiso gritar: no le saquen, pinches mamones, pero sólo pudo murmurar mamones. La señora de Pedro Rengifo no se dio cuenta de nada. Los pistoleros apartaron de un manotazo a las empleadas domésticas. Uno de ellos llevaba una metralleta Uzi. Era delgado y con la piel renegrida.

El otro llevaba una pistola y vestía un traje oscuro y una camisa blanca, sin corbata, y parecía un profesional de verdad.

En el momento en que las empleadas fueron apartadas para despejar el objetivo de tiro, la mujer de Pedro Rengifo sintió que la jalaban del traje y la tiraban al suelo. Mientras se derrumbaba vio caer, frente a ella, a las empleadas, y pensó que había un terremoto. También vio, con el rabillo del ojo, a Lalo, arrodillado y con la pistola en la mano, y luego oyó un ruido y vio cómo saltaba un casquillo de la pistola que Lalo empuñaba y luego ya no vio más porque su frente se estrelló contra el cemento de la acera. Su amiga, que seguía detenida en el umbral de la puerta de su casa y que, por lo tanto, gozaba de una perspectiva más general de la escena, se puso a gritar, incapaz de realizar ningún movimiento, aunque en el fondo de su cerebro una vocecita le decía que mejor que gritar era entrar en la casa y cerrar la puerta con llave, o, caso de no poder hacerlo, al menos echarse al suelo y ocultarse tras las matas de geranios. El de Tijuana y el de Juárez, para entonces, ya llevaban varios metros recorridos y aunque sudaban y acezaban, pues estaban desacostumbrados al ejercicio físico, no paraban de correr. Por lo que respecta a las empleadas domésticas, en el mismo momento de caer al suelo, ambas se ovillaron y se pusieron a rezar o a recordar de prisa los rostros de sus seres queridos y ambas cerraron los ojos, que no volvieron a abrir hasta que hubo pasado todo.

Por el contrario, para Lalo Cura el problema residía en decidir ya mismo a cuál de los dos pistoleros le iba a disparar primero, si al de la Uzi o al que tenía más trazas de ser un profesional.

Hubiera debido dispararle a este último, pero le disparó al primero. La bala se incrustó en el pecho del tipo flaco y renegrido y lo derribó en el acto. El otro se movió imperceptiblemente hacia su derecha y también tuvo una duda. ¿Cómo era posible que el muchacho aquel estuviera armado? ¿Cómo era posible que no hubiera salido corriendo junto con los otros dos guardaespaldas? La bala del profesional se alojó en el hombro izquierdo de Lalo Cura, afectando vasos sanguíneos y fracturándole el hueso. Éste sintió un estremecimiento y sin variar de postura volvió a disparar. El profesional cayó de boca al suelo y su segundo disparo se perdió en el aire. Aún estaba vivo. Miró el cemento de la acera, las briznas de hierba que crecían entre las fisuras, el vestido blanco de la mujer de Pedro Rengifo, las zapatillas deportivas del muchacho que se acercaba a él para rematarlo.

Chamaco de mierda, susurró. Después Lalo Cura volvió sobre sus pasos y vio a lo lejos las figuras de sus dos ex compañeros.

Apuntó con cuidado y disparó. El juarense se dio cuenta de que les estaban disparando y aceleró la carrera. En la primera esquina desaparecieron.

Veinte minutos después apareció un coche patrulla. La mujer de Pedro Rengifo tenía la frente partida pero ya no sangraba y fue ella la que dirigió los primeros pasos de la policía.

Primero se interesó por su amiga, que estaba con un shock nervioso.

Después se dio cuenta de que Lalo Cura estaba herido y ordenó que pidieran otra ambulancia para él y que a ambos los llevaran a la clínica Pérez Guterson. Antes de que llegaran las ambulancias aparecieron más policías y más de uno reconoció al profesional, que yacía muerto sobre la acera, como un agente de la judicial del estado. Cuando estaban a punto de introducir a Lalo Cura en una ambulancia un par de policías lo cogieron por los brazos, lo metieron en su coche y se lo llevaron a la comisaría n.o 1. Cuando la mujer de Pedro Rengifo llegó a la clínica, después de dejar a su amiga instalada en una de las mejores habitaciones, fue a interesarse por el estado de su guardaespaldas y le dijeron que éste no había llegado. La señora exigió que le trajeran de inmediato a los enfermeros de la otra ambulancia, quienes confirmaron que Lalo Cura estaba detenido.

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