La mujer de Pedro Rengifo cogió el teléfono y llamó otra vez a su marido. Una hora después apareció por la comisaría n.o 1 el jefe de la policía de Santa Teresa. A su lado iba Epifanio con cara de no haber dormido en tres días. Ninguno de los dos parecía contento. Encontraron a Lalo en uno de los calabozos subterráneos. El muchacho tenía la cara manchada de sangre.
Los policías que lo interrogaban querían saber por qué había rematado a los dos pistoleros y cuando vieron aparecer a Pedro Negrete se pusieron de pie. El jefe de policía de Santa Teresa se sentó en una de las sillas desocupadas y le hizo un gesto a Epifanio.
Éste agarró del cuello a uno de los policías, sacó una navaja de la americana y le rajó la cara desde los labios hasta la oreja. Lo hizo de tal forma que ni una sola gota de sangre le salpicó. ¿Fue éste el que te desgració la jeta?, dijo Epifanio. El muchacho se encogió de hombros. Quítale las esposas, dijo Pedro Negrete. El otro policía le quitó las esposas sin dejar de farfullar ay, ay, ay. ¿De qué te quejas, buey?, le preguntó Pedro Negrete. De la metida de pata, jefe, dijo el policía. Pónganle una silla a Pepe, que parece que se va a desmayar, dijo Pedro Negrete. Entre Epifanio y el otro policía sentaron al policía herido.
¿Cómo te encuentras? Bien, jefe, no es nada, un mareo, no más, dijo éste mientras buscaba en los bolsillos algo para taponarse la herida. Pedro Negrete le alcanzó un pañuelo de papel.
¿Por qué lo detuvieron?, dijo. Uno de los que se quebró era Patricio López, el judicial, dijo el otro policía. Ah, caray, con que Patricio López, ¿y por qué creen que fue él y no uno de sus compañeros?, dijo Pedro Negrete. Sus compañeros se las pelaron, dijo el otro policía. Ah, caray, vaya compañeros, dijo Pedro Negrete. ¿Y mi muchacho qué hizo? Los policías dijeron que, tal como ellos habían establecido los hechos, al parecer Lalo Cura había procedido a dispararles. ¿A sus propios compañeros?
Pues sí, a sus propios compañeros, pero que antes, herido en el hombro y al parecer sin necesidad ninguna, había rematado a Patricio López y a un tarolas que iba con una Uzi. Lo haría de los puros nervios, dijo Pedro Negrete. Seguramente, dijo el policía de la cara cortada. Además, ¿qué otra cosa podía hacer?, dijo Pedro Negrete. Si llega a tumbarlo Patricio López, él también lo hubiera rematado. Pues la mera verdad es que sí, dijo el otro policía. Luego siguieron hablando y fumando un rato más, con alguna breve interrupción del policía de la cara cortada para cambiarse el pañuelo de papel, y después Epifanio sacó a Lalo Cura del calabozo y lo llevó hasta la puerta de la comisaría, en donde lo aguardaba el coche de Pedro Negrete, el mismo coche que lo había ido a buscar unos meses atrás a Villaviciosa.
Un mes después Pedro Negrete visitó el rancho de Pedro Rengifo, al sureste de Santa Teresa, y le reclamó la devolución de Lalo Cura. Yo te lo di, tocayo, y yo te lo quito, dijo. ¿Y eso por qué, tocayo?, le preguntó Pedro Rengifo. Por la manera en que me lo has tratado, tocayo, dijo Pedro Negrete. En lugar de ponérmelo con un hombre experimentado, como tu irlandés, para que mi muchacho fuera aprendiendo, me lo pusiste con un par de volteados. En eso tienes razón, tocayo, dijo Pedro Rengifo, pero me gustaría recordarte que uno de esos volteados me llegó con una recomendación tuya. Pues es verdad, lo reconozco, y apenas le ponga la mano encima subsanaré mi error, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero ahorita estamos aquí para subsanar el tuyo. Pues por mi parte no hay problema, tocayo, si tú quieres que te devuelva a tu muchacho yo te lo devuelvo, y Pedro Rengifo dio órdenes a uno de sus hombres para que fuera a buscar a Lalo Cura a la casa del jardinero. Mientras esperaban Pedro Negrete preguntó por la señora y los niños. Por el ganado. Por los negocios de alimentación que Pedro Rengifo tenía en Santa Teresa y otras ciudades del norte. La mujer se la pasa en Cuernavaca, dijo su tocayo, a los niños los habían cambiado de escuela, ahora estudiaban en los Estados Unidos (se cuidó de nombrar en dónde), el ganado era más una fuente de preocupaciones que un negocio y los hipermercados tenían sus subidas y sus bajadas. Después Pedro Negrete quiso saber qué tal había quedado el hombro de Lalo Cura. Está perfecto, tocayo, le dijo Pedro Rengifo. La chamba es poca. El chamaco se pasa el día durmiendo y leyendo revistas. Es feliz aquí. Ya lo sé, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero tal como están las cosas un día de éstos lo pueden matar. No la amueles, tocayo, dijo Pedro Rengifo con una risotada, aunque de inmediato palideció.
Cuando volvían en coche a Santa Teresa Pedro Negrete le preguntó si le gustaría ser del cuerpo de policía. Lalo Cura movió la cabeza afirmativamente. Poco después de salir del rancho pasaron junto a una enorme piedra negra. Sobre la piedra Lalo creyó ver un lagarto gila, inmóvil, contemplando el oeste interminable.