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Siguió a Ramírez hasta el pasillo posterior. Entraron en el lavabo de hombres. Había dos tipos, pero nada más ver al policía se largaron. Durante un rato Ramírez se estuvo mirando en un espejo. Se lavó las manos y la cara y luego sacó un peine de la americana y procedió a peinarse cuidadosamente. Harry Magaña no hizo nada. Se quedó quieto, apoyado contra la pared de cemento sin revestir, hasta que Chucho apareció en la puerta y preguntó qué querían. Acércate, Chucho, dijo Ramírez.

Harry Magaña cerró la puerta de los lavabos. Las preguntas las hizo Ramírez y Chucho las respondió todas. Conocía a Miguel Montes. Era amigo de Miguel Montes. Que él supiera, Miguel Montes aún residía en Santa Teresa, en donde vivía con una puta. No sabía el nombre de la puta, pero sí sabía que era joven y que había trabajado durante un tiempo en un local llamado Asuntos Internos. ¿Elsa Fuentes?, dijo Harry Magaña, y el tipo se dio la vuelta, lo miró y asintió. Tenía la mirada torva de los pobres diablos que siempre pierden. Creo que así se llama, dijo. ¿Y cómo sé yo, Chuchito, que no me mientes?, dijo Ramírez. Porque yo a usted nunca le miento, boss, dijo el proxeneta.

Pero tengo que asegurarme, Chuchito, dijo el policía mexicano al tiempo que sacaba una navaja de un bolsillo. Era una navaja automática, con mango de nácar y una delgada hoja de acero de quince centímetros. Yo nunca le miento, boss, gimió Chucho. Esto es importante para mi amigo, Chuchito, ¿cómo sé yo que no vas a telefonear a Miguel Montes apenas nos hayamos ido? Yo nunca lo haría, nunca, nunca, tratándose de usted, boss, esa idea ni siquiera se me podría pasar por la cabeza.

¿Qué hacemos, Harry?, dijo el policía mexicano. Yo creo que este pendejo no miente, dijo Harry Magaña. Cuando abrió la puerta del lavabo vio al otro lado a un par de putas de corta estatura y al matón del local. Las putas estaban entradas en carnes y debían de ser unas sentimentales pues cuando vieron a Chucho sano y salvo se abalanzaron a abrazarlo entre risas y lágrimas.

Ramírez fue el último en salir del lavabo. ¿Algún problema?, le preguntó al matón. Ninguno, dijo éste con una voz muy delgada. ¿Todo bien, entonces? Suave, dijo el matón. Al salir a la calle encontraron una cola de gente joven que pretendía entrar en la discoteca. Harry Magaña distinguió, al final de la acera, la figura de Chucho que caminaba abrazado a sus dos putas. Sobre él pendía una luna llena que le trajo recuerdos del mar, un mar que había visitado en no más de tres ocasiones. Se va a la cama, dijo Ramírez cuando estuvo al lado de Harry Magaña.

Demasiado miedo y demasiadas emociones como para no desear de inmediato un buen sillón, un buen jaibol, un buen programa en la tele y una buena comida preparada por sus dos viejas. La mera verdad es que sólo sirven para cocinar, dijo el policía mexicano como si conociera a las putas desde la escuela. En la cola también había algunos turistas norteamericanos que hablaban a gritos. ¿Qué vas a hacer ahora, Harry?, dijo Ramírez. Me voy a Santa Teresa, dijo Harry Magaña mirando el suelo. Esa noche siguió el camino de las estrellas. Al cruzar el río Colorado vio un aerolito en el cielo, o una estrella fugaz, y pidió en silencio un deseo tal como le había enseñado su madre a hacerlo. Recorrió la carretera solitaria de San Luis a Los Vidrios. Allí se detuvo y bebió en un restaurante dos tazas de café sin pensar en nada, sintiendo cómo el líquido caliente bajaba por su esófago y lo quemaba. Después recorrió la carretera de Los Vidrios-Sonoyta y entonces enfiló hacia el sur, hacia Caborca. Mientras buscaba la salida pasó por el centro del pueblo y todo parecía cerrado, salvo la gasolinera. Se dirigió hacia el este y atravesó Altar, Pueblo Nuevo y Santa Ana, hasta enlazar con la carretera de cuatro carriles que iba a Nogales y a Santa Teresa. Llegó a la ciudad a las cuatro de la mañana. En la casa de Demetrio Águila no encontró a nadie, por lo que ni siquiera se echó un rato en la cama. Se lavó la cara y los brazos, se frotó con agua fría el pecho y las axilas y cogió de su maletín una camisa limpia. El Asuntos Internos aún no había cerrado cuando llegó y pidió hablar con la madame. El tipo al que se lo dijo lo miró con sorna. Estaba detrás de un mostrador de madera labrada, un escenario concebido para una sola persona, un animador o un anunciador de números, y parecía más alto de lo que era. Aquí no hay ninguna madame, señor, le dijo.

Entonces me gustaría hablar con el encargado, dijo Harry Magaña.

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