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Sonó el timbre de la puerta. El adolescente aún tuvo tiempo de cambiar de canal -una telenovela- y luego se levantó con el niño en brazos y abrió la puerta. Así que vives aquí, dijo Epifanio.

Sí, dijo el adolescente. Detrás de Epifanio entró un policía de corta estatura, pero más alto que el adolescente, que se sentó en el sillón sin pedir permiso. ¿Estabas cenando?, dijo Epifanio.

Sí, dijo el adolescente. Sigue, sigue, dijo Epifanio mientras entraba en los otros cuartos y volvía a salir rápidamente, como si sólo una mirada le bastara para registrar todos los rincones de la casa. ¿Cómo te llamas?, dijo Epifanio. Juan Pablo Castañón, dijo el adolescente. Bueno, Juan Pablo, primero siéntate y sigue comiendo, dijo Epifanio. Sí, señor, dijo el adolescente. Y no te pongas nervioso porque se te puede caer la criaturita, dijo Epifanio.

El otro policía se sonrió.

Una hora después se fueron y Epifanio tenía las cosas bastante más claras que antes. Klaus Haas era alemán pero se había nacionalizado norteamericano. Era el dueño de dos tiendas en Santa Teresa en donde vendía desde walkman hasta computadoras y también tenía otra tienda similar en Tijuana, que lo obligaba a ausentarse una vez al mes, para revisar los libros, pagar a los empleados y reponer existencias. También viajaba a los Estados Unidos cada dos meses, aunque en esto no había regularidad ni fecha fija salvo en la duración de los desplazamientos que no excedían nunca los tres días. Había vivido unos años en Denver, de donde se había marchado por un lío de faldas. Le gustaban las mujeres, pero que se supiera no estaba casado y no se le conocía novia. Solía frecuentar discotecas y burdeles del centro, y era amigo de algunos de los propietarios de estos locales, a quienes les había instalado en alguna ocasión cámaras de vigilancia o programas informáticos de contabilidad. Al menos en un caso el adolescente estaba seguro de lo que decía, pues había sido él el programador. Como jefe era justo y razonable y no pagaba mal, aunque a veces montaba en cólera por causas injustificadas y podía abofetear sin problemas a cualquiera, sin importarle de quién se tratara. A él nunca le había pegado, pero sí reñido por llegar alguna vez tarde al trabajo.

¿A quién había abofeteado entonces? El adolescente dijo que a una secretaria. Preguntado sobre si la secretaria que había abofeteado era la actual secretaria, el adolescente dijo que no, que era la anterior, a la que él no había conocido. ¿Cómo sabía entonces que la había abofeteado? Porque eso decían los empleados más antiguos, los del almacén, en donde el güero guardaba parte de su mercancía. Los nombres de los empleados estaban todos perfectamente anotados. Al final Epifanio le mostró la foto de Estrella Ruiz Sandoval. ¿La has visto por la tienda?

El adolescente miró la foto y dijo que sí, que su cara le sonaba de algo.

La siguiente visita que le hizo Epifanio a Klaus Haas fue cerca de la medianoche. Tocó el timbre y tuvo que esperar mucho rato a que le abrieran, aunque en la casa aún había luces.

La casa estaba en la colonia El Cerezal, una colonia de clase media con casas de uno o dos pisos, no todas de construcción reciente, en donde uno podía ir caminando a comprar el pan o la leche, por aceras arboladas y tranquilas, lejos del ruido de la colonia Madero, que estaba un poco más allá, y lejos del estruendo del centro. Fue el propio Haas quien abrió la puerta.

Llevaba una camisa blanca, por fuera de los pantalones, y al principio no lo reconoció o hizo como que no lo reconocía.

Epifanio le mostró su placa, como si estuvieran jugando, y le preguntó si se acordaba de él. Haas le preguntó qué quería.

¿Puedo pasar?, dijo Epifanio. La sala estaba bien amueblada, con sillones y un gran sofá blanco. De un mueble bar Haas sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Le preguntó si quería uno. Epifanio movió la cabeza negativamente. Estoy de servicio, dijo. Haas se sacudió una risa extraña. Fue como si dijera haaa, o jaaa, o como si estornudara, pero sólo una vez. Epifanio se sentó en uno de los sillones y le preguntó si tenía una buena coartada para el día en que mataron a Estrella Ruiz Sandoval.

Haas lo miró de arriba abajo y tras unos segundos le dijo que a veces ni siquiera se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. La cara se le puso colorada y las cejas parecieron más blancas de lo que en realidad eran, como si estuviera haciendo un esfuerzo de contención. Tengo dos testigos que afirman haberlo visto a usted con la víctima, dijo Epifanio. ¿Quiénes?, dijo Haas. Epifanio no contestó. Miró la sala e hizo un gesto de asentimiento. Esto debió de costarle una fortuna, dijo.

Trabajo mucho y algo de dinero gano, dijo Haas. ¿Me la muestra?, dijo Epifanio. ¿Qué?, dijo Haas. La casa, dijo Epifanio.

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