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Tenemos tres casos que no ofrecen ninguna duda, dijo el judicial Ángel Fernández. Hay que mirar las cosas con lupa, dijo el tipo de la cámara de comercio. Yo todo lo miro con lupa, una y otra vez, hasta que se me cierran los ojos de sueño, dijo Pedro Negrete. De lo que se trata es de no moverle al cucarachero, dijo el presidente municipal. La verdad es una y ni modo, dijo Pedro Negrete. Tenemos un asesino en serie, como en las películas de los gringos, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.

Hay que fijarse muy bien dónde uno pone los pies, dijo el tipo de la cámara de comercio. ¿En qué se distingue un asesino en serie de uno normal y corriente?, dijo el judicial Ángel Fernández. Pues muy sencillo: el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿Cómo que no tiene un móvil? ¿Acaso se mueve por impulsos eléctricos?, dijo el presidente municipal. En esta clase de asuntos hay que examinar muy bien las palabras, no vaya uno a meterse donde no debe, dijo el tipo de la cámara de comercio. Hay tres mujeres muertas, dijo el judicial Ángel Fernández enseñando el pulgar, el índice y el dedo medio a los que estaban en la habitación. Ojalá sólo hubiera tres, dijo Pedro Negrete. Tres mujeres muertas a las que les han cortado el seno derecho y les han arrancado a mordiscos el pezón izquierdo, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.

¿A qué les suena eso?, dijo el judicial Ángel Fernández.

¿A que hay un asesino en serie?, dijo el presidente municipal.

Pues claro, dijo el judicial Ángel Fernández. Mucha casualidad sería que a tres cabrones se les ocurriera despacharse así a sus víctimas, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Suena lógico, dijo el presidente municipal. Pero es que la cosa puede no quedar aquí, dijo el judicial Ángel Fernández. Si damos rienda suelta a la imaginación podemos llegar a cualquier parte, dijo el tipo de la cámara de comercio. Ya me imagino adónde quieren llegar, dijo Pedro Negrete. ¿Y a ti te parece bien?, dijo el presidente municipal. Si las tres mujeres que aparecieron con la teta derecha amputada fueron asesinadas por la misma persona, ¿por qué no pensar que esa persona mató a otras mujeres?, dijo el judicial Ángel Fernández. Es científico, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿El asesino es científico?, dijo el tipo de la cámara de comercio. No, el modus operandi, la forma en que ese hijo de la chingada empieza a cogerle gusto a lo que hace, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Me explico: el asesino empezó violando y estrangulando, que es una manera normal, digamos, de matar a alguien. Al ver que no lo atrapaban sus asesinatos se fueron personalizando. La bestia salió a la superficie.

Ahora cada crimen lleva su firma personal, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿Y usted qué opina, juez?, dijo el presidente municipal. Todo puede ser, dijo el juez. Todo puede ser, pero sin caer en el caos, sin perder la brújula, dijo el tipo de la cámara de comercio. Lo que sí parece claro es que el que mató y mutiló a esas tres pobres mujeres es la misma persona, dijo Pedro Negrete. Pues encuéntrenlo y acabemos con este pinche negocio, dijo el presidente municipal. Pero con discreción, si no es mucho pedir, sin sembrar el pánico, dijo el tipo de la cámara de comercio.

Juan de Dios Martínez no fue invitado a esa reunión. Supo que se iba a hacer, supo que Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández acudirían, y que a él lo dejaban fuera. Cuando Juan de Dios Martínez cerraba los ojos, sin embargo, sólo veía el cuerpo de Elvira Campos en la penumbra de su departamento en la colonia Michoacán. A veces la veía en la cama, desnuda, acercándose a él. Otras veces la veía en la terraza, rodeada de objetos metálicos, objetos fálicos, que resultaban ser telescopios de los más variados tipos (aunque en realidad sólo había tres telescopios), con los que contemplaba el cielo estrellado de Santa Teresa y luego anotaba algo con un lápiz en un cuaderno.

Cuando se acercaba, por detrás de ella, y observaba el cuaderno, sólo veía números de teléfono, la mayoría de Santa Teresa.

El lápiz era un lápiz común y corriente. El cuaderno era un cuaderno escolar. Ambos objetos, le parecía, no tenían nada que ver con los objetos que solía utilizar la directora. Esa noche, después de saber lo de la reunión en donde él estaba excluido, la llamó y le dijo que necesitaba verla. Un momento de debilidad. Ella le respondió que no podía y colgó. Juan de Dios Martínez pensó que la directora, en ocasiones, lo trataba como a un paciente. Recordó que una vez ella había hablado de la edad, la de ella y la de él. Tengo cincuentaiún años, le había dicho, y tú tienes treintaicuatro. Dentro de un tiempo, por más que me cuide, yo seré una ruca solitaria y tú todavía serás joven. ¿Qué quieres, acostarte con alguien como tu mamá? Juan de Dios nunca la había escuchado emplear palabras de argot.

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