A finales de septiembre fue encontrado el cuerpo de una niña de trece años, en la cara oriental del cerro Estrella. Como Marisa Hernández Silva y como la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, su pecho derecho había sido amputado y el pezón de su pecho izquierdo arrancado a mordidas. Vestía pantalón de mezclilla de la marca Lee, de buena calidad, una sudadera y un chaleco rojo. Era muy delgada. Había sido violada repetidas veces y acuchillada y la causa de la muerte era rotura del hueso hioides. Pero lo que más sorprendió a los periodistas es que nadie reclamara o reconociera el cadáver. Como si la niña hubiera llegado sola a Santa Teresa y hubiera vivido allí de forma invisible hasta que el asesino o los asesinos se fijaron en ella y la mataron.
Mientras los crímenes se sucedían Epifanio siguió trabajando, solo, en la investigación de la muerte de Estrella Ruiz Sandoval.
Habló con los padres y con los hermanos que aún vivían en la casa. No sabían nada. Habló con una hermana mayor, que estaba casada y que ahora vivía en la calle Esperanza, en la colonia Lomas del Toro. Vio fotografías de Estrella. Era una muchacha bonita, alta, con una hermosa cabellera y facciones agradables. La hermana le dijo quiénes eran sus amigas en la maquiladora donde trabajaba. Las esperó a la salida. Se dio cuenta de que él era la única persona mayor que esperaba, los demás eran niños, algunos incluso con los libros de la escuela.
Junto a los niños había un tipo con un carro verde de paletas.
El carro tenía un toldo blanco. Como si quisiera hacerlos desaparecer llamó a los niños con un silbido y les compró paletas a todos, menos a uno que no tenía aún tres meses y que su hermana, de unos seis años, llevaba en brazos. Las amigas de Estrella se llamaban Rosa Márquez y Rosa María Medina. Preguntó por ellas a las obreras que salían y una de ellas le señaló a Rosa Márquez. Le dijo que era policía y le pidió que buscara a su otra amiga. Después se fueron caminando del parque industrial.
Mientras recordaban a Estrella la que se llamaba Rosa María Medina se puso a llorar. A las tres les gustaba el cine y los domingos, no todos, iban al centro y solían ver el programa doble del cine Rex. Otras veces se dedicaban sólo a mirar tiendas, en especial los escaparates de ropa de mujer, o se iban a un centro comercial que había en la colonia Centeno. Allí los domingos tocaban grupos musicales y no se cobraba entrada. Les preguntó si Estrella tenía planes para el futuro. Por supuesto que tenía planes, quería estudiar, no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora. ¿Y qué quería estudiar? Quería aprender a manejar una computadora, dijo Rosa María Medina.
Después Epifanio les preguntó si ellas también querían aprender un oficio y le contestaron que sí, aunque no resultaba fácil hacerlo. ¿Sólo salía con ustedes o tenía alguna otra amiga?, quiso saber. Nosotras éramos sus mejores amigas, le respondieron.
Novio no tenía. Una vez tuvo uno. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ellas no lo conocieron. Cuando les preguntó qué edad tenía Estrella cuando lo del novio, las dos muchachas pensaron un poco y dijeron que por lo menos doce años. ¿Y cómo es que a una muchacha tan chula no la pretendía nadie?, quiso saber. Las amigas se rieron y dijeron que había habido muchos a los que les hubiera gustado ennoviarse con Estrella, pero que ella no quería perder el tiempo. ¿Para qué queremos un hombre si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?, le preguntó Rosa Márquez.
Pues es verdad, dijo Epifanio, eso mismo pienso yo, aunque de vez en cuando, sobre todo si eres joven, no está mal salir y divertirte, a veces es una necesidad. Nosotras ya nos divertíamos solas, le dijeron las muchachas, y no sentimos nunca esa necesidad. Antes de que llegaran a la casa de una de ellas les pidió que, aunque no sirviera para nada, le describieran a los tipos que habían querido hacerse novios o amigos de Estrella. Se detuvieron en la calle y Epifanio anotó cinco nombres sin apellido, todos trabajadores de la misma maquiladora. Después acompañó unas calles más a Rosa María Medina. No creo que haya sido ninguno de ésos, dijo la muchacha. ¿Por qué no lo crees? Porque tienen cara de buenas personas, dijo la muchacha.
Hablaré con ellos, dijo Epifanio, y cuando haya hablado te lo diré. En tres días ubicó a los cinco hombres de la lista. Ninguno tenía cara de mala persona. Uno de ellos estaba casado, pero la noche en que desapareció Estrella había estado en casa con su mujer y sus tres hijos. Los otros cuatro tenían coartadas más o menos seguras y, sobre todo, ninguno de los cinco tenía coche. Volvió a hablar con Rosa María Medina. Esta vez la esperó sentado en la puerta de su casa. Cuando la muchacha llegó le preguntó escandalizada cómo es que no había llamado.