Hablaban de viejos casos, rememoraban historias de corrupción, extorsiones y sangre, saludaban o hacían apartes con los policías que también se dejaban caer por el local, intercambio de información, lo llamaban, pero rara vez se iban con una puta. Al principio, Sergio González los imitaba, hasta que dedujo que si no se encamaban con ninguna era, básicamente, porque ya lo habían hecho, y desde hacía muchos años, con todas, y porque no estaban en edad de andar tirando el dinero por ahí. Así que dejó de imitarlos y se buscó una puta joven y bonita, con la que se iba a un hotel cercano. En una ocasión, le preguntó a uno de los periodistas más viejos qué opinión tenía de los asesinatos de mujeres que ocurrían en el norte. El periodista le contestó que aquélla era un zona de narcos y que seguramente nada de lo que pasaba allí era ajeno, en una u otra medida, al fenómeno del tráfico de drogas. Le pareció una respuesta obvia, que le hubiera podido dar cualquiera, y cada cierto tiempo pensaba en ella, como si pese a la obviedad de las palabras del periodista o a su simpleza la respuesta orbitara alrededor de su cabeza enviándole señales. Sus pocos amigos escritores, los que iban a verlo a la redacción de cultura, no tenían ni idea de lo que ocurría en Santa Teresa, aunque las noticias sobre las muertes llegaban al DF como un goteo, y Sergio pensó que probablemente no les importaba gran cosa lo que ocurría en aquel lejano rincón del país. Los compañeros del periódico, incluso los de la sección de nota roja, también se mostraban indiferentes. Una noche, después de hacer el amor con la puta, mientras fumaban tendidos en la cama, le preguntó qué opinaba ella sobre tanto secuestro y tantos cuerpos de mujeres hallados en el desierto, y ésta le dijo que apenas si sabía algo de lo que le estaba hablando. Entonces Sergio le contó todo lo que sabía sobre las muertes y le relató el viaje que había hecho a Santa Teresa y por qué lo hizo, porque le faltaba dinero, porque se acababa de divorciar, y luego le habló de las muertes de las que él, como lector de periódicos, tenía noticias y de los comunicados de prensa de una asociación de mujeres cuyas siglas recordaba, MSDP, aunque había olvidado qué querían decir esas siglas, ¿Mujeres de Sonora Democráticas y Populares?, y mientras él hablaba la puta bostezaba, no porque no le interesara lo que él decía, sino porque tenía sueño, de modo que concitó el enojo de Sergio, quien exasperado le dijo que en Santa Teresa estaban matando putas, que por lo menos demostrara un poco de solidaridad gremial, a lo que la puta le contestó que no, que tal como él le había contado la historia las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo. Y entonces Sergio le pidió perdón y como tocado por un rayo vio un aspecto de la situación que hasta ese momento había pasado por alto.
El mes de septiembre aún guardaba otras sorpresas a la ciudadanía de Santa Teresa. Tres días después del hallazgo del cadáver mutilado de Marisa Hernández Silva apareció el cuerpo de una desconocida en la carretera Santa Teresa-Cananea. La muerta debía de rondar los veinticinco años y tenía una luxación congénita en la cadera derecha. Nadie, sin embargo, la echó en falta ni nadie, después de aparecer en la prensa los detalles de esta malformación, se presentó en la policía con nuevas informaciones tendentes a aclarar su identidad. El cuerpo fue encontrado atado de manos utilizando para tal fin la correa de una bolsa de mujer. Había sido desnucada y presentaba heridas de navaja en ambos brazos. Pero lo más significativo de todo era que, al igual que la joven Marisa Hernández Silva, uno de sus pechos había sufrido una amputación y el pezón del otro pecho había sido arrancado a mordidas.
El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción. No se pudo determinar la causa de la muerte. Tenía el pelo negro y largo. Vestía una blusa de color claro con figuras oscuras que la descomposición hacía indiscernibles. Llevaba un pantalón de mezclilla de la marca Jokko. Nadie se personó en la policía con información tendente a aclarar su identidad.