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Según el forense llevaba muerta por lo menos cuatro días, por lo que cabía la posibilidad de que ambos cadáveres hubieran sido arrojados el mismo día. Según Juan de Dios Martínez la idea era un poco rara, por decir algo suave, pues si el asesino tiró el primer cadáver en la vaguada tuvo por fuerza que dejar el vehículo no lejos de la carretera a Casas Negras, con el segundo cadáver en su interior, corriendo con ello el riesgo no sólo de que se detuviera un coche patrulla, sino incluso de que pasaran por allí unos desaprensivos y se lo robaran, y lo mismo podía decirse en el supuesto de que hubiera arrojado el primer cadáver en el otro lado de la carretera, es decir cerca del poblado llamado El Obelisco, que ni era propiamente un poblado ni tampoco llegaba a colonia de Santa Teresa y que era más bien un refugio de los más miserables entre los miserables que cada día llegaban del sur de la república y que allí pasaban las noches e incluso morían, en casuchas que no consideraban sus casas sino una estación más en el camino hacia algo distinto o que al menos los alimentara. Algunos no lo llamaban El Obelisco sino El Moridero. Y en parte tenían razón, porque allí no había ningún obelisco y en cambio la gente se moría mucho más rápido que en otros lugares. Pero había habido un obelisco, cuando los límites de la ciudad eran otros, más reducidos, y Casas Negras era un poblado, digamos, independiente. Un obelisco de piedra, o mejor dicho, tres piedras, una sobre otra, que formaban una figura nada estilizada, pero que con imaginación o con sentido del humor podía uno considerar un obelisco primitivo o un obelisco dibujado por un niño que recién aprende a dibujar, un bebé monstruoso que vivía en las afueras de Santa Teresa y que se paseaba por el desierto comiendo alacranes y lagartos y que nunca dormía. Lo más práctico, pensó Juan de Dios Martínez, era deshacerse de los dos cadáveres en el mismo lugar, primero uno y luego otro. Y no arrastrar el primer cadáver hasta la vaguada que quedaba demasiado lejos de la carretera, sino arrojarlo allí mismo, unos metros más allá del arcén. Y lo mismo con el segundo cadáver. ¿Por qué caminar hasta las afueras de El Obelisco, con el riesgo que eso incluía, pudiendo tirarlo en cualquier otro lugar? A menos, se dijo, que en el coche viajaran tres asesinos, uno para conducir y los otros dos para deshacerse rápidamente de las niñas muertas, que apenas pesaban y que, llevadas entre dos, seguramente era como cargar una valija pequeña. La elección de El Obelisco, entonces, adquiría otra luz, otros contornos. ¿Pretendían los asesinos que la policía desviara sus sospechas hacia los habitantes de aquel lago de casas de papel? ¿Pero entonces por qué no deshacerse de ambos cadáveres en aquel lugar? ¿En aras de la verosimilitud?

¿Y por qué no pensar que ambas niñas, acaso, vivían en El Obelisco? ¿En qué otro lugar de Santa Teresa podía haber niñas de diez años que nadie reclamara? ¿Entonces los asesinos no tenían coche? ¿Cruzaron la carretera con la primera niña hasta la vaguada cercana a Casas Negras y la dejaron allí tirada?

¿Y por qué, si se tomaron tantas molestias, no la enterraron?

¿Porque el suelo de la vaguada estaba endurecido y ellos no tenían herramientas? El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández, quien realizó una redada en El Obelisco y detuvo a veinte personas.

Cuatro de ellas ingresaron en prisión por delitos de robo comprobado. Otra murió en los calabozos de la comisaría n.o 2, según el forense, debido a una tuberculosis. Nadie se quiso inculpar de ninguna de las dos muertes.

Una semana después del hallazgo del cadáver de la niña de trece años en los alrededores de El Obelisco, fue hallado el cuerpo sin vida de una muchacha de aproximadamente dieciséis años a un lado de la carretera a Cananea. La muerta medía casi un metro sesenta y tenía el pelo negro y largo y era de complexión delgada. Sólo tenía un herida de arma blanca, en el abdomen, profunda, que literalmente le había aravesado el cuerpo. Pero la muerte, según dictamen del forense, se produjo por estrangulamiento y rotura del hueso hioides. Desde el sitio donde se encontró el cadáver se podía ver una sucesión de lomas bajas y casas desperdigadas de color amarillo o blanco, de techos bajos, y algún que otro galpón industrial en donde las maquiladoras guardaban sus componentes de reserva, y caminos que salían de la carretera y que se deshacían como sueños, sin motivo ni causa. La víctima, según la policía, probablemente era una autoestopista que se dirigía a Santa Teresa y a la que habían violado. Vanos fueron todos los intentos de identificarla y el caso se cerró.

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