Iba vestida con una camiseta roja, sostén blanco, bragas negras y zapatos de tacón rojos. No llevaba pantalones ni falda. Tras practicársele un frotis vaginal y otro anal, se llegó a la conclusión de que la víctima había sido violada. Posteriormente un ayudante del forense descubrió que los zapatos que llevaba la víctima eran por lo menos dos números más grandes que los que ésta calzaba. No se encontró identificación de ningún tipo y el caso se cerró.
A finales de junio se encontró el cadáver de otra desconocida, a la salida de la colonia El Cerezal, cerca de la carretera a Pueblo Azul. El cuerpo, perteneciente a una mujer de aproximadamente veintiún años, estaba literalmente cosido a puñaladas.
Más tarde el forense contaría veintisiete, sumando las heridas leves y las graves. Al día siguiente del hallazgo del cadáver se presentaron en la comisaría los padres de Ana Hernández Cecilio, de diecisiete años, desaparecida hacía una semana, quienes reconocieron a la muerta como su hija. Tres días después, sin embargo, cuando la presunta Ana Hernández Cecilio ya había sido enterrada en el cementerio de Santa Teresa, apareció en la comisaría la verdadera Ana Hernández Cecilio, quien dijo que se había fugado con su novio. Los dos seguían viviendo en Santa Teresa, en la colonia San Bartolomé, y ambos trabajaban en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel. Los padres de Ana Hernández corroboraron la declaración de su hija. Se ordenó entonces la exhumación del cadáver encontrado en la carretera a Pueblo Azul y prosiguieron las investigaciones, a las que se destinó a los judiciales Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández y al policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Este último se dedicó a recorrer la colonia Maytorena y la colonia El Cerezal, acompañado de un viejo abarrotero que había sido policía. De esta forma se enteró de que un tal Arturo Olivárez había sido abandonado por su mujer.
Lo raro era que la mujer no se había llevado a sus hijos, un niño de dos años y una niña de sólo unos meses. Mientras seguía otras pistas, Epifanio le pidió al abarrotero ex policía que lo mantuviera informado de los movimientos del tal Olivárez.
Así supo que a veces visitaba al sospechoso un tal Segovia, que resultó ser primo carnal de Olivárez. Segovia vivía en una colonia del oeste de Santa Teresa y no tenía oficio conocido. Hasta hacía un mes, rara vez se presentaba en la colonia Maytorena.
Pusieron a Segovia bajo vigilancia y encontraron un par de testigos que dijeron haberlo visto volver a casa con manchas de sangre en la camisa. Los testigos eran vecinos de Segovia y no tenían buenas relaciones. Segovia se ganaba la vida haciendo de intermediario en las peleas de perros que se celebraban en algunos patios de la colonia Aurora. Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández entraron en la casa de Segovia cuando éste no estaba.
No encontraron nada que lo incriminara directamente en el asesinato de la desconocida de la carretera a Pueblo Azul.
Le preguntaron a un policía que tenía perros de lucha si conocía a Segovia. La respuesta del policía fue afirmativa. Le encargaron que lo vigilara. Dos días más tarde el policía les dijo que últimamente Segovia no se limitaba a hacer de intermediario sino que apostaba. Por supuesto, lo perdía todo, pero al cabo de una semana volvía a apostar. Alguien le está pasando dinero, dijo Ángel Fernández. Siguieron a Segovia. Cada semana, como mínimo, iba a ver a su primo. Epifanio Galindo siguió a Olivárez. Descubrió que estaba vendiendo las cosas de la casa.
Olivárez se piensa largar, dijo Epifanio. Los domingos jugaba al fútbol con un equipo del barrio. El campo de fútbol estaba situado en unos terrenos junto a la carretera a Pueblo Azul.
Cuando Olivárez vio que se acercaban los policías, dos vestidos de paisano y tres de uniforme, dejó de jugar y los esperó sin salir de la cancha, como si ésta fuera un espacio mental que lo protegería de cualquier desventura. Epifanio le preguntó su nombre y le puso las esposas. Olivárez no se resistió. Los otros jugadores y la treintena de espectadores que contemplaban el partido se quedaron inmovilizados. El silencio, le contaría esa noche Epifanio a Lalo Cura, era total. Con un gesto, el policía señaló el desierto que se extendía al otro lado de la carretera y le preguntó si la había matado allí o en su casa. Allí mero, dijo Olivárez. Los niños estaban con la mujer de un amigo de Olivárez que los cuidaba los domingos de fútbol. ¿Lo hiciste solo o te ayudó tu primo? Me ayudó, dijo Olivárez, pero no mucho.
Toda vida, le dijo esa noche Epifanio a Lalo Cura, por más feliz que sea, acaba siempre en dolor y sufrimiento. Depende, dijo Lalo Cura. ¿Depende de qué, buey? De muchas cosas, dijo Lalo Cura. Si te pegan un balazo en la nuca, por ejemplo, y el pinche asesino se acerca sin que lo escuches, te vas al otro mundo sin dolor y sin sufrimiento. Pinche escuincle, dijo Epifanio.
¿A ti te han pegado muchos tiros en la nuca?