En octubre se encontró el cuerpo de otra mujer en el desierto, al sur de Santa Teresa, entre dos pistas vecinales. El cuerpo se hallaba en estado de descomposición y los forenses dijeron que iba a llevar días determinar las causas de la muerte. El cadáver tenía las uñas pintadas de rojo, lo que llevó a pensar a los primeros policías que acudieron al lugar del hallazgo que se trataba de una puta. Por las prendas de vestir dedujeron que era joven: pantalón de mezclilla y blusa escotada. Aunque tampoco era raro ver a viejas de sesenta años vestidas de esa manera.
Cuando finalmente llegó el informe forense (probable muerte por herida de arma blanca) ya nadie se acordaba de la desconocida, ni siquiera los medios de comunicación, y el cuerpo fue arrojado sin más dilaciones a la fosa común.
En octubre, asimismo, Jesús Chimal, de la banda de los Caciques, el autor de la muerte de Linda Vázquez, ingresó en el penal de Santa Teresa. Aunque cada día entraba gente nueva, la aparición del joven asesino despertó un inusitado interés entre la población reclusa, como si los visitara un cantante famoso o el hijo de un banquero que les iba a alegrar, por lo menos, un fin de semana. Klaus Haas sintió la excitación de las crujías y se preguntó si cuando él llegó había pasado lo mismo. No, esta vez la expectación era distinta. Tenía algo de espeluznante y algo que alivianaba. Los presos no hablaban directamente del tema, pero de alguna manera aludían a él cuando hablaban de fútbol o de béisbol. Cuando hablaban de sus familias. De bares y de putas que sólo existían en su imaginación. Incluso el comportamiento de algunos de los reclusos más conflictivos mejoró.
Como si no quisieran desmerecer. ¿Pero desmerecer a ojos de quién?, se preguntaba Haas. A Chimal lo
Otro le pasó por debajo de la mesa tres cápsulas de anfetamina.
Los dos primeros días Chimal se comportó como un loco. No paraba de darse vuelta y mirar lo que pasaba a sus espaldas.
Dormía con el punzón en la mano. Llevaba la anfetamina a todos lados, como un escapulario mínimo que lo protegería de todo mal. Sus tres compañeros no le iban a la zaga. Cuando paseaban por el patio lo hacían en fila de dos. Se movían como comandos perdidos en una isla tóxica de otro planeta. A veces Haas los miraba desde lejos y pensaba: pobres chicos, pobres escuincles perdidos en un sueño. Al octavo día de estar en la cárcel los atraparon a los cuatro en la lavandería. De golpe, desaparecieron los carceleros. Cuatro reclusos controlaban la puerta. Cuando Haas llegó lo dejaron pasar como si fuera uno más, uno de la familia, algo que Haas agradeció sin palabras, aunque él nunca dejó de despreciarlos. Chimal y sus tres carnales estaban inmovilizados en el centro de la lavandería. A los cuatro los habían amordazado con esparadrapo. Dos de los Caciques ya estaban desnudos. Uno de ellos temblaba. Desde la quinta fila, apoyado en una columna, Haas observó los ojos de Chimal. Le pareció evidente que quería decir algo. Si le hubieran quitado el esparadrapo, pensó, tal vez hubiera arengado a sus propios captores. Desde una ventana unos carceleros observaban la escena que se producía en la lavandería. La luz que salía de aquella ventana era amarilla y débil en comparación con la luz que irradiaban los tubos fluorescentes de la lavandería.
Los carceleros, notó Haas, se habían quitado las gorras. Uno de ellos llevaba una cámara fotográfica. Un tipo llamado Ayala se acercó a los Caciques desnudos y les realizó un corte en el escroto.