Le preguntó si ocurría algo grave. Norton le dijo que prefería hablar del asunto cuando llegara Espinoza y así se ahorraría tener que repetir el mismo discurso dos veces. Como no tenían nada más importante que decirse, se pusieron a hablar del tiempo. Pelletier no tardó en rebelarse y cambió de tema. Norton entonces se puso a hablar de Archimboldi. El nuevo tema de conversación casi descompuso a Pelletier. Volvió a pensar en el serbio, volvió a pensar en ese pobre escritor viejo y solitario y posiblemente misántropo (Archimboldi), volvió a pensar en los años perdidos de su propia vida hasta que apareció Norton.
Espinoza se retrasaba. La vida entera es una mierda, pensó Pelletier con asombro. Y luego: si no hubiéramos formado un equipo ahora sería mía. Y luego: si no hubiera habido afinidad y amistad y almas gemelas y alianza ahora sería mía. Y un poco después: si no hubiera habido nada ni siquiera la habría conocido.
Y: puede que la hubiera conocido pues nuestros intereses archimboldianos son de cada uno y no nacieron del conjunto de nuestra amistad. Y: puede también que ella me hubiera odiado, que me hubiera encontrado pedante, demasiado frío, arrogante, narcisista, un intelectual excluyente. El término intelectual excluyente le divirtió. Espinoza se retrasaba. Norton parecía muy tranquila. En realidad Pelletier también parecía muy tranquilo, pero distaba de estarlo.
Norton dijo que era normal que Espinoza llegara tarde. Los aviones sufren retrasos, dijo. Pelletier imaginó el avión de Espinoza envuelto en llamas derrumbándose sobre una pista del aeropuerto de Madrid con un estrépito de hierros retorcidos.
– Tal vez deberíamos poner la tele -dijo.
Norton lo miró y le sonrió. Nunca enciendo la tele, dijo sonriendo, extrañada de que Pelletier aún no lo supiera. Por supuesto, Pelletier lo sabía. Pero no había tenido suficiente presencia de ánimo para decir: veamos las noticias, veamos si no aparece en la pantalla algún avión siniestrado.
– ¿Puedo encenderla? -dijo.
– Claro -dijo Norton, y Pelletier, mientras se inclinaba sobre los botones del aparato la vio de reojo, luminosa, tan natural, preparando una taza de té o moviéndose de una habitación a otra, poniendo en su lugar un libro que le acababa de enseñar, contestando una llamada telefónica que no era de Espinoza.
Encendió la tele. Hizo un recorrido por diferentes canales.
Vio a un tipo barbudo y vestido con ropas pobres. Vio a un grupo de negros caminando por una pista de tierra. Vio a dos señores de traje y corbata hablando pausadamente, ambos con las piernas cruzadas, ambos mirando de tanto en tanto un mapa que aparecía y desaparecía a sus espaldas. Vio a una señora gordita que decía: hija… fábrica… reunión… médicos… inevitable, y luego sonreía con media sonrisa y bajaba la mirada.
Vio la cara de un ministro belga. Vio los restos de un avión humeante a un costado de una pista de aterrizaje, rodeado de ambulancias y coches de bomberos. Llamó de un grito a Norton.
Ésta aún hablaba por teléfono.
El avión de Espinoza se ha estrellado, dijo Pelletier sin volver a alzar la voz, y Norton en vez de mirar la pantalla del televisor lo miró a él. Le bastaron pocos segundos para darse cuenta de que el avión en llamas no era un avión español. Junto a los bomberos y los equipos de rescate se podía apreciar a pasajeros que se alejaban, algunos cojeando, otros cubiertos con mantas, los rostros demudados por el miedo o por el susto, pero aparentemente indemnes.
Veinte minutos después llegó Espinoza y durante la comida Norton le contó que Pelletier había creído que él viajaba en el avión siniestrado. Espinoza se rió pero miró a Pelletier de una forma extraña, que pasó desapercibida a Norton, pero que Pelletier captó al instante. La comida, por lo demás, fue triste, aunque la actitud de Norton era perfectamente normal, como si se los hubiera encontrado a ambos por casualidad y no los hubiera hecho ir expresamente a Londres. Lo que tenía que decirles lo adivinaron antes de que ella dijera nada: Norton quería suspender, al menos por un tiempo, las relaciones amorosas que sostenía con ambos. El motivo que adujo fue que necesitaba pensar y centrarse, luego dijo que no quería romper su amistad con ninguno de los dos. Necesitaba pensar, eso era todo.
Espinoza aceptó las explicaciones de Norton sin hacer ni una sola pregunta. A Pelletier, por el contrario, le habría gustado preguntarle si su ex marido tenía algo que ver con esta decisión, pero ante el ejemplo de Espinoza prefirió callarse. Después de comer salieron a pasear por Londres en el coche de Norton. Pelletier insistió en sentarse en el asiento de atrás, hasta que vio un relampagueo sarcástico en los ojos de Norton y entonces aceptó sentarse en donde fuera, que fue, precisamente, en el asiento posterior.