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Llegados a este punto es necesario aclarar algo para el buen (o mal) entendimiento del texto. Es verdad que hubo una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Sin embargo esa reserva no llegó a concretarse y a la hora de salida no apareció ningún Benno von Archimboldi en el aeropuerto. Para el serbio la cuestión estaba más clara que el agua. En efecto, Archimboldi hizo personalmente una reserva. Lo podemos imaginar en su hotel, probablemente alterado por algo, tal vez borracho, incluso puede que medio dormido, en la hora abismal y no carente de cierto aroma nauseabundo en que se toman las decisiones trascendentales, hablando con la chica de Alitalia y dando por error su nom de plume en lugar de hacer la reserva con el nombre con el que figuraba en su pasaporte, un error que luego, al día siguiente, enmendaría yendo personalmente a la oficina aérea y comprando un billete con su propio nombre. Eso explicaba la ausencia de un Archimboldi en el vuelo a Marruecos.

Por supuesto, también cabían otras posibilidades: que a última hora y tras pensárselo dos veces (o cuatro) Archimboldi decidiera no emprender el viaje, o que a última hora decidiera viajar, pero no a Marruecos sino, por ejemplo, a los Estados Unidos, o que todo no fuera más que una broma o un malentendido.

En el texto del serbio se describía físicamente a Archimboldi.

Era fácil apreciar que esta descripción procedía del retrato del suavo. Por supuesto, en el retrato del suavo Archimboldi era un joven escritor de la posguerra. El serbio lo único que hacía al respecto era envejecer a ese mismo joven que había aparecido por Frisia en 1949, con un único libro publicado, dejándolo convertido en un viejo de entre setentaicinco y ochenta años, con una voluminosa bibliografía detrás de sí, aunque básicamente con los mismos atributos, como si Archimboldi, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las personas, siguiera siendo el mismo. Nuestro escritor, a juzgar por su obra, es, qué duda cabe, un hombre obstinado, decía el serbio, obstinado como una mula, obstinado como un paquidermo, y si durante las horas más melancólicas de una tarde siciliana se propuso viajar a Marruecos, aunque cometiendo el desliz de no hacer la reserva con su nombre legal sino a nombre de Archimboldi, nada nos puede hacer abrigar la esperanza de que al día siguiente cambiara de idea y no se dirigiera personalmente a la agencia de viajes a comprar el billete esta vez con su nombre legal y con su pasaporte legal y no se embarcara, como uno más de los miles de alemanes viejos y solteros que cada día cruzaban solitarios los cielos rumbo a cualquier país del norte de África.

Viejo y soltero, pensó Pelletier. Uno más de los miles de alemanes viejos y solteros. Como la máquina soltera. Como el célibe que envejece de pronto o como el célibe que al volver de un viaje a la velocidad de la luz encuentra a los otros célibes envejecidos o convertidos en estatuas de sal. Miles, cientos de miles de máquinas solteras cruzando a diario un mar amniótico, en Alitalia, comiendo spaghetti al pomodoro y bebiendo chianti o licor de manzana, con los ojos semicerrados y la certeza de que el paraíso de los jubilados no está en Italia (y por lo tanto no puede estar en ningún lugar de Europa) y volando a los aeropuertos caóticos de África o de América, en donde yacen los elefantes. Los grandes cementerios a la velocidad de la luz. No sé por qué pienso esto, pensó Pelletier. Manchas en la pared y manchas en las manos, pensó Pelletier mirándose las manos.

Jodido serbio de mierda.

Al final Espinoza y Pelletier tuvieron que admitir, cuando ya estaba publicado el artículo, que lo del serbio no se sostenía.

Hay que hacer investigación, crítica literaria, ensayos de interpretación, panfletos divulgativos si así la ocasión lo requiriera, pero no este híbrido entre fantaciencia y novela negra inconclusa, dijo Espinoza, y Pelletier estuvo en todo de acuerdo con su amigo.

Por aquellos días, principios de 1997, Norton experimentó un deseo de cambio. Tener vacaciones. Visitar Irlanda o Nueva York. Alejarse perentoriamente de Espinoza y Pelletier. Los citó a ambos en Londres. Pelletier, de alguna forma, intuyó que nada grave o bien nada irreversible ocurría y acudió a la cita con aire tranquilo, dispuesto a escuchar y hablar poco. Espinoza, por el contrario, se temió lo peor (que Norton los citara para decirles que prefería a Pelletier, pero asegurándole a él que su amistad seguiría incólume, incluso puede que invitándolo como padrino a su inminente boda).

El primero en aparecer por el piso de Norton fue Pelletier.

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