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Le dije que estaba harto de fabricar esas tazas idiotas. El tipo era una buena persona, se llamaba Andy, y siempre intentaba dialogar con los trabajadores. Me preguntó si prefería hacer las tazas que hacíamos antes. Eso es, le dije. ¿Hablas en serio, Dick?, me dijo él. Muy en serio, le respondí. ¿Te dan más trabajo las tazas nuevas? En modo alguno, le dije, el trabajo es el mismo, pero antes las jodidas tazas no me herían como ahora me hieren. ¿Qué quieres decir?, dijo Andy. Pues que antes las tazas hijas de puta no me herían y ahora me están destrozando por dentro. ¿Y qué demonios las hace tan distintas, aparte de que ahora son más modernas?, dijo Andy. Justamente eso, le respondí, antes las tazas no eran tan modernas y aunque su intención fuera herirme no conseguían hacerlo, sus alfileretazos no los sentía, en cambio ahora las putas tazas parecen samuráis armados con esas jodidas espadas de samurái y me están volviendo loco. En fin, fue una conversación larga -dijo el desconocido-.

El encargado me escuchó, pero no me entendió ni una sola palabra.

Al día siguiente pedí mi liquidación y me marché de la empresa. Nunca más he vuelto a trabajar. ¿Qué le parece?

Morini dudó antes de contestarle.

Finalmente dijo:

– No sé.

– Es lo que opina casi todo el mundo: no saben -dijo el desconocido.

– ¿Qué hace usted ahora? -preguntó Morini.

– Nada, ya no trabajo, soy un mendigo londinense -dijo el desconocido.

Parece como si me estuviera enseñando una atracción turística, pensó Morini pero se cuidó de expresarlo en voz alta.

– ¿Y usted qué opina de ese libro? -dijo el desconocido.

– ¿De qué libro? -dijo Morini.

El desconocido indicó con uno de sus gruesos dedos el ejemplar de la editorial Sellerio, de Palermo, que Morini sostenía delicadamente en una mano.

– Ah, me parece muy bueno -dijo.

– Léame algunas recetas -dijo el desconocido con un tono de voz que a Morini le pareció amenazante.

– No sé si tengo tiempo -dijo-, debo acudir a una cita con una amiga.

– ¿Cómo se llama su amiga? -dijo el desconocido con el mismo tono de voz.

– Liz Norton -dijo Morini.

– Liz, bonito nombre -dijo el desconocido-. ¿Y cuál es el suyo, si no es una impertinencia preguntárselo?

– Piero Morini -dijo Morini.

– Qué curioso -dijo el desconocido-, su nombre es casi el mismo que el del autor del libro.

– No -dijo Morini-, yo me llamo Piero Morini y él se llama Angelo Morino.

– Si no le importa -dijo el desconocido-, léame al menos los nombres de algunas recetas. Yo cerraré los ojos y las imaginaré.

– De acuerdo -dijo Morini.

El desconocido cerró los ojos y Morini empezó a recitar lentamente y con entonación de actor algunos títulos de las recetas atribuidas a Sor Juana Inés de la Cruz:

Sgonfiotti al formaggio Sgonfiotti alla ricotta Sgonfiotti di vento Crespelle Dolce di tuorli di uovo Uova regali Dolce alla panna Dolce alle noci Dolce di testoline di moro Dolce alle barbabietole Dolce di burro e zucchero Dolce alla crema Dolce di mamey Al llegar al dolce di mamey creyó que el desconocido se había dormido y empezó a alejarse del Jardín Italiano.

El día siguiente fue parecido al primero. Esta vez Norton lo fue a buscar al hotel y mientras Morini pagaba la cuenta ella guardó la única maleta del italiano en el portaequipajes de su coche. Cuando salieron a la calle siguieron la misma ruta que lo había llevado el día anterior a Hyde Park.

Morini se dio cuenta y observó en silencio las calles y luego la aparición del parque, que le pareció como una película de la selva, mal coloreada, tristísima, exaltante, hasta que el coche giró y se perdió por otras calles.

Comieron juntos en un barrio que Norton había descubierto, un barrio cercano al río, en donde antes hubo un par de fábricas y talleres de reparación de barcos y en donde ahora se levantaban, en las reformadas viviendas, tiendas de ropa y de alimentación y restaurantes de moda. Una boutique pequeña equivalía en metros cuadrados, calculó Morini, a cuatro casas de obreros. El restaurante, a doce o dieciséis. La voz de Liz Norton ponderaba el barrio y el esfuerzo de la gente que lo estaba reflotando.

Morini pensó que la palabra reflotar no era la indicada, pese a su aire marinero. Al contrario, mientras comían los postres tuvo deseos, otra vez, de llorar o, aún mejor, de desmayarse, de dejarse desvanecer, caer de su silla suavemente, con los ojos fijos en el rostro de Norton, y no volver nunca más en sí.

Pero ahora Norton contaba una historia sobre un pintor, el primero que había venido a vivir al barrio.

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