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Otras veces pensaba que era Espinoza. Observado el asunto desde fuera, digamos desde un ámbito rigurosamente académico, se podría decir que Pelletier tenía más bibliografía que Espinoza, el cual solía confiar en estas lides más en el instinto que en el intelecto, y que tenía la desventaja de ser español, es decir de pertenecer a una cultura que muchas veces confundía el erotismo con la escatología y la pornografía con la coprofagia, equívoco que se hacía notar (por su ausencia) en la biblioteca mental de Espinoza, quien había leído por primera vez al marqués de Sade sólo para contrastar (y rebatir) un artículo de Pohl en donde éste veía conexiones entre Justine y La filosofía en el boudoir y una novela de la década del cincuenta de Archimboldi.

Pelletier, en cambio, había leído al divino marqués a los dieciséis años y a los dieciocho había hecho un ménage à trois con dos compañeras de universidad y su afición adolescente por los cómics eróticos se había transformado en un adulto y razonable y mesurado coleccionismo de obras literarias licenciosas de los siglos XVII y XVIII. Hablando en términos figurados:

Mnemósine, la diosa-montaña y la madre de las nueve musas, estaba más cerca del francés que del español. Hablando en plata: Pelletier podía aguantar seis horas follando (y sin correrse) gracias a su bibliografía mientras que Espinoza podía hacerlo (corriéndose dos veces, y a veces tres, y quedando medio muerto) gracias a su ánimo, gracias a su fuerza.

Y ya que hemos mencionado a los griegos no estaría de más decir que Espinoza y Pelletier se creían (y a su manera perversa eran) copias de Ulises, y que ambos consideraban a Morini como si el italiano fuera Euríloco, el fiel amigo del cual se cuentan en la Odisea dos hazañas de diversa índole. La primera alude a su prudencia para no convertirse en cerdo, es decir alude a su consciencia solitaria e individualista, a su duda metódica, a su retranca de marinero viejo. La segunda, en cambio, narra una aventura profana y sacrílega, la de las vacas de Zeus u otro dios poderoso, que pacían tranquilamente en la isla del Sol, cosa que despertó el tremendo apetito de Euríloco, quien, con palabras inteligentes, tentó a sus compañeros para que las mataran y se diesen entre todos un festín, algo que enojó sobremanera a Zeus o al dios que fuera, quien maldijo a Euríloco por darse aires de ilustrado o de ateo o de prometeico, pues el dios en cuestión se sintió más molesto por la actitud, por la dialéctica del hambre de Euríloco que por el hecho en sí de comerse sus vacas, y por este acto, es decir, por este festín, el barco en el que iba Euríloco naufragó y murieron todos los marineros, que era lo que Pelletier y Espinoza creían que le pasaría a Morini, no de forma consciente, claro, sino en forma de certeza inconexa o intuición, en forma de pensamiento negro microscópico, o símbolo microscópico, que latía en una zona negra y microscópica del alma de los dos amigos.

Casi a finales de 1996 Morini tuvo una pesadilla. Soñó que Norton se zambullía en una piscina mientras Pelletier, Espinoza y él jugaban una partida de cartas alrededor de una mesa de piedra. Espinoza y Pelletier estaban de espaldas a la piscina, que al principio parecía ser una piscina de hotel, común y corriente.

Mientras jugaban, Morini observaba las otras mesas, los parasoles, las tumbonas que se alineaban a cada lado. Más allá había un parque con setos de color verde oscuro, brillantes, como si acabara de llover. Poco a poco la gente se fue retirando del lugar, perdiéndose por las diferentes puertas que comunicaban el espacio abierto con el bar y con las habitaciones o pequeños departamentos del edificio, departamentos que Morini imaginó se componían de una habitación doble con cocina americana y baño. Al cabo de un rato ya no quedaba nadie afuera y ni siquiera pululaban los aburridos camareros que había visto antes.

Pelletier y Espinoza seguían ensimismados en la partida.

Junto a Pelletier vio un montón de fichas de casino, además de monedas de diversos países, por lo que supuso que él iba ganando.

Espinoza, no obstante, no tenía cara de darse por vencido.

En ese momento Morini miró sus cartas y se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Se descartó y pidió cuatro cartas, que dejó boca abajo sobre la mesa de piedra, sin mirarlas, y puso, no sin dificultad, su silla de ruedas en movimiento. Pelletier y Espinoza ni siquiera le preguntaron adónde iba. Impulsó la silla de ruedas hasta el borde de la piscina. Sólo entonces se dio cuenta de lo enorme que era. De ancho debía de medir por lo menos trescientos metros y de largo superaba, calculó Morini, los tres kilómetros. Sus aguas eran oscuras y en algunas zonas pudo observar manchas oleaginosas, como las que se ven en los puertos. De Norton, ni rastro. Morini lanzó un grito.

– Liz.

Creyó ver, en el otro extremo de la piscina, una sombra, y movió su silla de ruedas en esa dirección. El trayecto era largo.

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