– No vive con él, lo mantiene, que es diferente.
– Ah -dijo Morini, e intentó cambiar de tema pero no se le ocurrió nada.
Tal vez si le hablara de mi enfermedad, pensó con malevolencia.
Pero eso nunca lo haría.
De los cuatro Morini fue el primero en leer, por aquellas mismas fechas, una noticia sobre los asesinatos de Sonora, aparecida en
La noticia le pareció horrible. En Italia también había asesinos en serie, pero rara vez superaban la cifra de diez víctimas, mientras que en Sonora las cifras sobrepasaban con largueza las cien.
Después pensó en la periodista de
Durante un instante Morini sintió el deseo irrefrenable de compartir el viaje con la periodista.
Me enamoraría de ella hasta la muerte, pensó. Una hora después ya había olvidado por completo el asunto.
Poco después le llegó un e-mail de Norton. Le pareció extraño que Norton le escribiera y no lo llamara por teléfono.
A poco de leer la carta, sin embargo, comprendió que Norton necesitaba expresar de la manera más ajustada posible sus pensamientos y que por esa razón había preferido escribirle. En la carta le pedía perdón por lo que llamaba su egoísmo, un egoísmo que se materializaba en la autocontemplación de sus propias desgracias, reales o imaginarias. Después le decía que había resuelto, ¡por fin!, el contencioso que aún mantenía con su ex marido. Las nubes oscuras habían desaparecido de su vida.
Ahora tenía deseos de ser feliz y de cantar (sic). También decía que probablemente hasta la semana anterior aún lo amaba y que ahora podía afirmar que esa parte de su historia quedaba definitivamente atrás. Con renovado entusiasmo vuelvo a centrarme en el trabajo y en aquellas cosas pequeñas, cotidianas, que hacen felices a los seres humanos, afirmaba Norton. Y también decía: quiero que seas tú, mi paciente Piero, el primero en saberlo.
Morini releyó la carta tres veces. Con desaliento pensó que Norton se equivocaba cuando afirmaba que su amor y su ex marido y todo lo que había vivido con él quedaba atrás. Nada queda atrás.
Pelletier y Espinoza, por el contrario, no recibieron ninguna confidencia en este sentido. Algo notó Pelletier que no notó Espinoza. Los desplazamientos Londres-París se hicieron más frecuentes que los desplazamientos París-Londres. Y una de cada dos veces Norton aparecía con un regalo, un libro de ensayos, un libro de arte, catálogos de exposiciones que él nunca vería, incluso una camisa o un pañuelo, eventos inéditos hasta entonces.
Por lo demás, todo siguió igual. Follaban, salían a cenar juntos, comentaban las últimas novedades en torno a Archimboldi, nunca hablaban de su futuro como pareja, cada vez que aparecía Espinoza en la conversación (y no era infrecuente el que no apareciera) el tono de ambos era estrictamente imparcial, de discreción y, sobre todo, de amistad. Algunas noches, incluso, se quedaban dormidos el uno en brazos del otro sin hacer el amor, algo que Pelletier estaba seguro de que no hacía con Espinoza. Y se equivocaba, pues la relación entre Norton y el español a menudo era una copia fiel de la que mantenía con el francés.
Diferían las comidas, mejores en París, difería el escenario y la escenografía, más modernos en París, y difería el idioma, pues con Espinoza hablaba mayormente en alemán y con Pelletier mayormente en inglés, pero en líneas generales eran más las semejanzas que las diferencias. Naturalmente, también con Espinoza había habido noches sin sexo.
Si su amiga más íntima (que no la tenía) le hubiera preguntado a Norton con cuál de sus dos amigos lo pasaba mejor en la cama, ésta no hubiera sabido qué responder.
A veces pensaba que Pelletier era un amante más cualificado.