A tal grado que fue en Salzburgo, precisamente, en la cervecería El Toro Rojo, durante una noche llena de brindis, donde se firmó la paz entre los dos grupos principales de estudiosos archimboldianos, es decir entre la facción de Pelletier y Espinoza y la facción de Borchmeyer, Pohl y Schwarz, que a partir de entonces decidieron, respetando sus diferencias y sus métodos de interpretación, aunar esfuerzos y no volver a ponerse zancadillas, lo que expresado en términos prácticos quería decir que Pelletier ya no vetaría los ensayos de Schwarz en las revistas donde él tenía cierto ascendiente, y Schwarz ya no vetaría los trabajos de Pelletier en las publicaciones donde él, Schwarz, era considerado un dios.
Morini, que no compartía el entusiasmo de Pelletier y Espinoza, fue el primero en hacer notar que hasta ese momento Archimboldi no había recibido nunca, al menos que él supiera, un premio importante en Alemania, ni el de los libreros, ni el de los críticos, ni el de los lectores, ni el de los editores, suponiendo que este último premio existiera, por lo que cabía esperar, dentro de lo razonable, que, sabedores de que Archimboldi optaba al mayor premio de la literatura mundial, sus compatriotas, aunque sólo fuera para curarse en salud, le ofrecieran un premio nacional o un premio testimonial o un premio honorífico o por lo menos un programa de una hora en la televisión, algo que no sucedió y que llenó de indignación a los archimboldianos (esta vez unidos), quienes en lugar de deprimirse por el ninguneo al que seguían sometiendo a Archimboldi, redoblaron sus esfuerzos, endurecidos por la frustración y acicateados por la injusticia con que un Estado civilizado trataba no sólo, en su opinión, al mejor escritor alemán vivo sino también al mejor escritor europeo vivo, lo que produjo un alud de trabajos sobre la obra de Archimboldi e incluso sobre la persona de Archimboldi (de quien tan poco se sabía, por no decir que no se sabía nada), que a su vez produjo un número mayor de lectores, la mayoría hechizados no por la obra del alemán sino por la vida o la no-vida de tan singular escritor, lo que a su vez se tradujo en un movimiento boca a boca que hizo crecer considerablemente las ventas en Alemania (fenómeno al que no fue extraña la presencia de Dieter Hellfeld, la última adquisición del grupo de Schwarz, Borchmeyer y Pohl), lo que a su vez dio un nuevo empujón a las traducciones y a la reedición de las antiguas traducciones, lo que no hizo de Archimboldi un bestseller pero sí que lo aupó, durante dos semanas, al noveno lugar entre las diez obras de ficción más vendidas de Italia, y al duodécimo lugar, por igual espacio de dos semanas, entre las veinte obras de ficción más vendidas de Francia, y aunque en España no estuvo jamás en estas listas, hubo una editorial que compró los derechos de las pocas novelas que todavía tenían otras editoriales españolas y los derechos de todos sus libros no traducidos al español, y que inauguró de esta manera una especie de Biblioteca Archimboldi, que no fue un mal negocio.
En las islas Británicas, todo hay que decirlo, Archimboldi siguió siendo un autor de carácter marcadamente minoritario.
Por aquellos días de fervor, Pelletier encontró un texto escrito por el suavo al que tuvieron el placer de conocer en Amsterdam.
En el texto el suavo reproducía básicamente lo que ya les había contado de la visita de Archimboldi al pueblo frisón y de la posterior cena con la señora viajera en Buenos Aires. El texto había sido publicado en el
Comenzaba ella preguntándole de dónde era. Archimboldi respondía que era prusiano. La señora le preguntaba si su nombre era de la nobleza rural prusiana. Archimboldi le respondía que era muy probable. La señora murmuraba entonces el nombre de Benno von Archimboldi, como si mordiera una moneda de oro para saber si era de oro. Acto seguido decía que no le sonaba y mencionaba de pasada otros nombres, por si Archimboldi los conocía. Éste decía que no, que de Prusia sólo había conocido los bosques.
– Sin embargo su nombre es de origen italiano -decía la señora.
– Francés -respondía Archimboldi-, de hugonotes.
La señora, ante esta respuesta, se reía. Antaño había sido muy hermosa, decía el suavo. Incluso entonces, en la penumbra de la taberna, parecía hermosa, aunque cuando se reía se le movía la dentadura postiza que tenía que volver a ajustar con una mano. Esta operación, no obstante, ejecutada por ella no carecía de elegancia. La señora se comportaba con los pescadores y con los campesinos con una naturalidad que sólo provocaba respeto y cariño. Hacía mucho tiempo que había enviudado.
A veces salía a pasear a caballo por las dunas. Otras veces se perdía por los caminos vecinales azotados por el viento del Mar del Norte.