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Pelletier hablaba de sus compañeros en el departamento de alemán, de un joven profesor y poeta suizo que lo atormentaba para que le fuera concedida una beca, del cielo de París (con evocaciones a Baudelaire, a Verlaine, a Banville), de los coches que al atardecer, con los faros ya encendidos, emprendían el regreso a casa. Espinoza hablaba de su biblioteca que revisaba en la más estricta soledad, de los tambores lejanos que a veces oía y que provenían de un piso de su misma calle en donde, según creía, se alojaba una banda de músicos africanos, de los barrios de Madrid, Lavapiés, Malasaña, los alrededores de la Gran Vía, por donde uno podía pasear a cualquier hora de la noche.

Durante aquellos días tanto Espinoza como Pelletier se olvidaron completamente de Morini. Sólo Norton lo llamaba de vez en cuando para sostener las mismas conversaciones de siempre.

Morini, a su manera, había entrado en un estado de invisibilidad total.

Pelletier rápidamente se acostumbró a viajar a Londres cada vez que le venía en gana, si bien hay que resaltar que, por una cuestión de proximidad y abundancia de medios de transporte, era el que más fácil lo tenía.

Estas visitas duraban sólo una noche. Pelletier llegaba poco después de las nueve, a las diez se encontraba con Norton en la mesa de un restaurante cuya reserva había realizado desde París, a la una de la mañana ya estaban juntos en la cama.

Liz Norton era una amante apasionada, aunque su pasión tenía un tiempo limitado. Poco imaginativa, durante el acto sexual se entregaba a todos los juegos que le sugiriera su amante, sin decidirse o molestarse jamás en ser ella quien llevara la iniciativa.

La duración de estos actos sexuales no solía exceder las tres horas, algo que a veces entristecía a Pelletier, quien estaba dispuesto a follar hasta ver las primeras luces del alba.

Después del acto sexual, y esto era lo que más frustraba a Pelletier, Norton prefería hablar de temas académicos en lugar de examinar con franqueza lo que se estaba gestando entre ambos.

Pelletier pensaba que la frialdad de Norton era una manera muy femenina de protegerse. Para romper barreras una noche se decidió a contarle sus propias aventuras sentimentales.

Confeccionó una larga lista de mujeres a las que había conocido y las expuso a la mirada glacial o desinteresada de Liz Norton.

Ella no pareció impresionarse ni quiso retribuir su confesión con una similar.

Por las mañanas, después de llamar un taxi, Pelletier se vestía sin hacer ruido para no despertarla y se marchaba al aeropuerto.

Antes de salir la miraba, durante unos segundos, abandonada entre las sábanas, y a veces se sentía tan lleno de amor que se hubiera puesto a llorar allí mismo.

Una hora después el despertador de Liz Norton se ponía a sonar y ésta se levantaba de un salto. Se duchaba, ponía a calentar agua, se tomaba un té con leche, se secaba el pelo y luego se ponía a revisar morosamente su casa como si temiera que la visita nocturna hubiera sustraído alguno de sus objetos de valor.

La sala y su habitación casi siempre estaban hechas un desastre y esto la molestaba. Con impaciencia retiraba las copas usadas, vaciaba los ceniceros, quitaba las sábanas y ponía sábanas limpias, volvía a colocar en los libreros los libros que Pelletier había retirado y abandonado en el suelo, colocaba las botellas en el botellero de la cocina y después se vestía y se marchaba a la universidad. Si tenía reunión con los colegas de su departamento, iba a la reunión, si no tenía reunión se encerraba en la biblioteca, a trabajar o a leer, hasta que llegaba la hora de su próxima clase.

Un sábado Espinoza le dijo que tenía que ir a Madrid, que él la invitaba, que Madrid en aquella época del año era la ciudad más hermosa del mundo y que además había una retrospectiva de Bacon que no se podía perder.

– Voy mañana -le dijo Norton, algo que Espinoza no esperaba, ciertamente, pues su invitación había obedecido más a un deseo que a la posibilidad real de que ella aceptara.

De más está decir que la certeza de verla aparecer por su casa al día siguiente puso a Espinoza en un estado de excitación creciente y de rampante inseguridad. Pasaron, sin embargo, un domingo magnífico (Espinoza se desvivió para que así fuera) y por la noche se acostaron juntos mientras trataban de oír los ruidos de los tambores vecinos, sin suerte, como si la banda africana justo ese día hubiera partido de gira por otras ciudades españolas. Tantas eran las preguntas que Espinoza hubiera deseado hacerle que a la hora de la verdad no le hizo ninguna. No hizo falta que lo hiciera. Norton le contó que era amante de Pelletier, aunque no fue ésa la palabra que empleó sino otra mucho más ambigua, como amistad, o tal vez dijo que mantenía un ligue, o algo parecido.

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