Cuando Pelletier comentó el artículo del suavo con sus tres amigos, una mañana mientras desayunaban en el hotel antes de salir a las calles de Salzburgo, la diferencia de opiniones e interpretaciones fue notable.
Según Espinoza y el mismo Pelletier el suavo probablemente había sido amante de la señora en la época en que Archimboldi fue a dar su lectura. Según Norton el suavo tenía una versión diferente del suceso dependiendo de su estado de ánimo y del tipo de auditorio y cabía en lo posible que ya ni siquiera él mismo recordara lo que verdaderamente se dijo y ocurrió en aquella memorable ocasión. Según Morini, el suavo era, de forma espantosa, el doble de Archimboldi, su hermano gemelo, la imagen que el tiempo y el azar va transformando en el negativo de una foto revelada, de una foto que paulatinamente se va haciendo más grande, más potente, de un peso asfixiante, sin por ello perder las ataduras con su negativo (que sufre un proceso a la inversa), pero que esencialmente es igual a la foto revelada: ambos jóvenes en los años del terror y la barbarie hitlerianos, ambos veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos escritores, ambos ciudadanos de un país en bancarrota, ambos dos pobres diablos a la deriva en el momento en que se encuentran y (a su manera espantosa) se reconocen, Archimboldi como escritor muerto de hambre, el suavo como «promotor cultural» de un pueblo en donde lo menos importante, sin duda, era la cultura.
¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suavo fuera en realidad Archimboldi?
No fue Morini quien formuló esta pregunta sino Norton. Y la respuesta fue negativa, puesto que el suavo, de entrada, era de baja estatura y complexión delicada, algo que no se correspondía en lo más mínimo con las características físicas de Archimboldi. Mucho más verosímil resultaba la explicación de Pelletier y Espinoza. El suavo como amante de la señora feudal, pese a que ésta hubiera podido ser su abuela. El suavo yendo cada tarde a la casa de la señora que había viajado a Buenos Aires a llenarse la panza con embutidos fríos y galletitas y tazas de té. El suavo masajeando la espalda de la viuda del ex capitán de caballería, mientras detrás de los vidrios de las ventanas se arremolinaba la lluvia, una lluvia frisona y triste que provocaba deseos de llorar y que aunque no hacía llorar al suavo sí lo empalidecía, lo empalidecía y lo arrastraba hasta la ventana más próxima en donde se quedaba mirando aquello que estaba más allá de las cortinas de lluvia enloquecida, hasta que la señora lo llamaba, perentoria, y el suavo daba la espalda a la ventana, sin saber por qué se había acercado a ella, sin saber qué era lo que esperaba encontrar, y que justo en ese momento, cuando ya no había nadie en la ventana y sólo parpadeaba una lamparilla de cristales coloreados en el fondo de la habitación, aparecía.
Así que en general los días en Salzburgo fueron agradables y aunque aquel año Archimboldi no obtuvo el Premio Nobel, la vida de nuestros cuatro amigos siguió deslizándose o fluyendo por el plácido río de los departamentos de alemán de las universidades europeas, no sin contabilizar algún que otro sobresalto que a la postre contribuía a añadirle una pizca de pimienta, una pizca de mostaza, un chorrito de vinagre a sus vidas aparentemente ordenadas, o que vistas desde el exterior así lo parecían, aunque cada uno, como todo hijo de vecino, arrastraba su cruz, una cruz curiosa, fantasmal y fosforescente en el caso de Norton, quien en más de una ocasión, y a veces bordeando el mal gusto, se refería a su ex marido como una amenaza latente dotándolo de vicios y defectos que parecían los propios de un monstruo, un monstruo violentísimo pero que nunca hacía acto de presencia, pura verbalización y nada de acción, aunque con su discurso Norton contribuía a corporeizar a ese ser que ni Espinoza ni Pelletier habían visto jamás, como si el ex de Norton sólo existiera en sus sueños, hasta que el francés, más agudo que el español, comprendió que esa perorata inconsciente, ese pliego de agravios interminable obedecía más que nada al deseo de castigo que se infligía Norton, avergonzada tal vez de haberse enamorado y casado con semejante imbécil.
Por supuesto, Pelletier se equivocaba.
Por aquellos días Pelletier y Espinoza, preocupados por el estado actual de su común amante, mantuvieron dos largas conversaciones telefónicas.
La primera la hizo el francés y duró una hora y quince minutos.
La segunda la realizó Espinoza, tres días después, y duró dos horas y quince minutos. Cuando ya llevaban hablando una hora y media Pelletier le dijo que colgara, que la llamada le iba a salir muy cara, y que él lo llamaría de inmediato, a lo que el español se opuso rotundamente.