Primera razón: él lo había visto en la biblioteca, mientras pasaba el plumero por los libros, él había visto, desde lo alto de la escalera móvil de la biblioteca, al sobrino del barón dormido, resoplando o roncando, hablando solo, pero no frases enteras como solía hacerlo la dulce Lotte sino monosílabos, jirones de palabras, partículas de insultos, a la defensiva, como si en el sueño estuvieran a punto de matarlo. Él había, también, leído los títulos de los libros que leía el sobrino del barón. La mayoría eran libros de historia, lo que quería decir que el sobrino del barón amaba o se interesaba por la historia, algo que al joven Hans Reiter, a primera vista, le parecía repulsivo. Pasarse toda la noche bebiendo coñac y fumando y leyendo libros de historia.
Repulsivo. Lo que lo llevaba a preguntarse: ¿y para eso tanto silencio? Y también había escuchado sus palabras cuando, por un ruido cualquiera, el ruido de un ratón o el suave raspado que hace un libro de lomo de cuero al ser devuelto a su lugar entre otros dos libros, se despertaba, palabras de desconcierto total, como si el mundo hubiera mudado de eje, palabras de desconcierto total y no de enamorado, palabras de sufriente, palabras que emanaban de una trampa.
La segunda razón tenía más peso aún. El joven Hans Reiter había acompañado, portándole las maletas, a Hugo Halder en una de las tantas ocasiones en que éste había decidido abandonar de prisa la casa de campo ante la repentina irrupción de su prima. Para llegar de la casa de campo a la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras había dos caminos. Uno, el más largo, pasaba por la aldea Cerdo y por la Aldea Huevo y bordeaba en ocasiones los roqueríos y el mar. El otro, mucho más corto, transcurría a través de un sendero que partía en dos un inmenso bosque de robles y hayas y álamos para reaparecer en los alrededores del Pueblo de las Chicas Habladoras, junto a una fábrica abandonada de encurtidos, muy cerca de la estación.
La imagen es la siguiente: Hugo Halder camina por delante de Hans Reiter con el sombrero en la mano y observando con atención el techo del bosque, un vientre oscuro por el que se mueven sigilosos animales y aves que no acierta a reconocer.
Diez metros por detrás camina Hans Reiter con la maleta del sobrino del barón, que pesa demasiado y que por lo tanto se pasa, cada cierto tiempo, de una mano a la otra. De pronto ambos oyen el gruñido de un jabalí o de lo que ellos creen que es un jabalí. Tal vez sólo se trate de un perro. Tal vez lo que han oído sea el motor lejano de un coche a punto de averiarse. Estas dos últimas opciones son altamente improbables pero no imposibles. Lo cierto es que ambos, sin decirse nada, aceleran el paso y de pronto Hans Reiter tropieza y cae y también cae la maleta y ésta se abre y su contenido se desparrama por la senda oscura que atraviesa el bosque oscuro. Y junto con la ropa de Hugo Halder, que no se ha dado cuenta de la caída y que cada vez se aleja más, el joven y exhausto Hans Reiter distingue cubiertos de plata, candelabros, cajitas de madera lacada, medallones olvidados en los muchos aposentos de la casa de campo, que el sobrino del barón seguramente empeñará o malvenderá en Berlín.
Por supuesto, Hugo Halder supo que Hans Reiter lo había descubierto y este hecho contribuyó a aproximarlo al joven sirviente.
La primera señal se produjo la misma tarde en que Hans Reiter le llevó la maleta a la estación de trenes. Al despedirse, Halder le depositó en la mano unas cuantas monedas de propina (era la primera vez que le daba dinero y también era la primera vez que Hans Reiter recibía dinero que no fuera el correspondiente a su exiguo salario). En la siguiente visita que hizo a la casa de campo le regaló un jersey. Dijo que era suyo y que ya no le cabía porque había engordado un poco, lo que a simple vista no era cierto. En una palabra, Hans Reiter dejó de ser invisible y su presencia se hizo acreedora de una que otra atención.
En ocasiones, mientras estaba en la biblioteca leyendo o haciendo como que leía sus libros de historia, Halder mandaba llamar a Reiter, con quien sostenía cada vez más largas conversaciones.
Al principio le preguntaba por el resto del servicio.
Quería saber qué pensaban de él, si su presencia no los importunaba, si lo soportaban bien, si alguien sentía por él algún rencor. Después pasaron a los monólogos. Halder hablaba de su vida, de su madre muerta, de su tío el barón, de su única prima, esa muchacha inalcanzable y descocada, de las tentaciones que ofrecía Berlín, ciudad que amaba pero que le producía al mismo tiempo sufrimientos sin cuento, en ocasiones de una agudeza inaguantable, del estado de sus nervios, siempre a punto de romperse.
Después quiso que el joven Hans Reiter le contara, a su vez, cosas sobre su vida, ¿qué hacía?, ¿qué quería hacer?, ¿cuáles eran sus sueños?, ¿qué pensaba que le deparaba el futuro?