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– ¿Y ése quién es? -dijo el ex piloto.

– Es mi hijo mayor -dijo el cojo.

– Parece un pez jirafa -dijo el ex piloto, y se echó a reír.

Así pues, en 1933 Hans Reiter abandonó la escuela porque sus profesores lo acusaron de falta de interés y absentismo, lo cual era rigurosamente cierto, y sus padres y parientes le consiguieron un trabajo en un bote de pesca, de donde el patrón lo echó al cabo de tres meses, porque al joven Reiter le interesaba más mirar el fondo del mar que ayudarlo a echar las redes, y luego se puso a trabajar como peón de campo, de donde también lo echaron al poco tiempo por gandul, y de recogedor de turba y de aprendiz en una tienda de ferretería en el Pueblo de los Gordos y de ayudante de un campesino que iba a vender sus verduras hasta Stettin, de donde también lo despidieron, pues resultaba más una carga que una ayuda, hasta que finalmente lo pusieron a trabajar en la casa de campo de un barón prusiano, una casa que quedaba en medio de un bosque, junto a un lago de aguas negras, en donde también trabajaba la tuerta, quitando el polvo de los muebles y de los cuadros y de las enormes cortinas y de los gobelinos y de las diferentes salas, cada una con su nombre misterioso que evocaba etapas de una secta secreta, en donde el polvo se acumulaba irremediablemente, salas que, por otra parte, había que ventilar para que perdieran el olor a humedad y abandono que cada cierto tiempo se adueñaba de ellas, y también sacando el polvo de los libros de la inmensa biblioteca del barón, el cual rara vez leía alguno de sus ejemplares, libros antiguos que había preservado el padre del barón y que a éste le había legado el abuelo del barón, al parecer el único de aquella vasta familia que leía libros y que había inculcado en sus descendientes el amor por los libros, un amor que no se traducía en la lectura de éstos pero sí en la conservación de la biblioteca, que estaba exactamente igual, ni más grande ni más pequeña, a como la había dejado el abuelo del barón.

Y Hans Reiter, que no había visto en su vida tantos libros juntos, les quitaba el polvo, uno por uno, los trataba con cuidado, pero tampoco los leía, en parte porque con su libro de la vida marina ya tenía suficiente y en parte porque temía la aparición repentina del barón, que rara vez visitaba la casa de campo, ocupado como estaba con los asuntos de Berlín y de París, aunque de tanto en tanto aparecía por allí su sobrino, hijo de la hermana menor del barón prematuramente fallecida y de un pintor que se había instalado en el sur de Francia y al que el barón odiaba, un muchacho de unos veinte años que solía pasar una semana en la casa de campo, completamente solo, sin apenas importunar a nadie, y que se encerraba en la biblioteca sin límite de tiempo, leyendo y bebiendo coñac hasta que se quedaba dormido sobre el sillón.

Otras veces la que aparecía era la hija del barón, pero sus visitas eran más cortas, no duraban más de un fin de semana, aunque para la servidumbre ese fin de semana equivalía a un mes pues la hija del barón nunca llegaba sola sino con un séquito de amigos, en ocasiones más de diez, todos despreocupados, todos voraces, todos desordenados, que convertían la casa en algo caótico y ruidoso, pues sus fiestas diarias se prolongaban hasta la madrugada.

En ocasiones la llegada de la hija del barón coincidía con una estancia en la casa del sobrino del barón y entonces el sobrino del barón, pese a los ruegos de su prima, se marchaba casi de inmediato, a veces sin siquiera esperar la carretela tirada por un percherón que en casos así solía acompañarlo hasta la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras.

La llegada de su prima provocaba en el sobrino del barón, de por sí tímido, un estado de envaramiento y de torpeza tal que la servidumbre, cuando comentaba los sucesos del día, no podía sino ser unánime en su juicio: él la amaba o él la quería o él desfallecía por ella o él sufría por ella, opiniones que el joven Hans Reiter escuchaba, comiéndose un pan con mantequilla, con las piernas cruzadas, y sin decir ni añadir una palabra, aunque la verdad era que él conocía mucho mejor al sobrino del barón, que se llamaba Hugo Halder, que el resto de los sirvientes, los cuales parecían ciegos ante la realidad o sólo veían lo que querían ver, es decir a un joven huérfano enamorado y agonizante y a una joven huérfana (aunque la hija del barón tenía padre y madre, como bien sabían todos) descocada y a la espera de una vaga, densa redención.

Una redención que olía a humo de turba, a sopa de col, a viento enredado en la espesura del bosque. Una redención que olía a espejo, pensó el joven Reiter, a punto de atragantarse con el pan.

¿Y por qué el joven Reiter conocía mejor al veinteañero Hugo Halder que el resto de la servidumbre? Pues por una razón muy sencilla. O por dos razones muy sencillas que, entrelazadas o combinadas, daban un retrato más completo y también más complicado del sobrino del barón.

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