Y mientras los pescadores hablaban la curiosidad irreprimible del joven Hans Reiter, o su locura, que a veces lo llevaba a hacer cosas que más valía no hacer, provocó que, sin previo aviso, se dejara caer del bote y se sumergiera en el fondo del mar tras las luces o la luz de aquellos o de aquel pez singular, y al principio los pescadores no se alarmaron ni se pusieron a gritar o a gemir pues todos conocían las peculiaridades del joven Reiter, sin embargo, al cabo de unos segundos sin avistar su cabeza, se preocuparon, pues aunque eran prusianos no instruidos también eran gente de mar y sabían que nadie puede aguantar sin respirar más de dos minutos (o algo así), en cualquier caso no un niño cuyos pulmones, por más alto que sea el niño, no son lo suficientemente fuertes como para ser sometidos a tal esfuerzo.
Y al final dos de ellos se sumergieron en aquel mar oscuro, un mar de manada de lobos, y bucearon alrededor del bote intentando localizar el cuerpo del joven Reiter, infructuosamente, por lo que tuvieron que salir y tragar aire y, antes de sumergirse otra vez, preguntar a los del bote si el mocoso ya había salido.
Y entonces, bajo el peso de la respuesta negativa, volvieron a desaparecer entre las olas oscuras que evocaban animales del bosque y uno que no lo había hecho se les unió, y fue éste quien a unos cinco metros de profundidad vio el cuerpo del joven Reiter que flotaba como un alga desenraizada, hacia arriba, albísimo en el espacio marino, y fue él quien lo cogió de las axilas y lo subió, y también fue él quien hizo que el joven Reiter vomitara toda el agua que se había tragado.
Cuando Hans Reiter cumplió diez años la tuerta y el cojo tuvieron a su segundo hijo. Fue una niña a la que pusieron de nombre Lotte. La niña era muy hermosa y tal vez fue la primera persona que vivía en la superficie de la tierra que interesó (o que conmovió) a Hans Reiter. Muy a menudo sus padres lo dejaron al cuidado de la pequeña. Al poco tiempo aprendió a cambiar pañales, a preparar biberones, a pasear con la niña en brazos hasta que ésta se dormía. Para Hans, su hermana era lo mejor que le había sucedido nunca e intentó, en muchas ocasiones, dibujarla en el mismo cuaderno donde dibujaba algas, pero el resultado siempre fue insatisfactorio, a veces la niña parecía una bolsa de basura abandonada en una playa de guijarros, otras veces parecía un
Con el tiempo, forzando su imaginación o forzando su gusto o forzando su propia naturaleza artística, consiguió dibujarla como una sirenita, más pez que niña, más gorda que flaca, pero siempre sonriente, siempre con una disposición envidiable para sonreír y tomarse las cosas por el lado bueno, que reflejaba fidedignamente el carácter de su hermana.
A los trece años Hans Reiter dejó de estudiar. Eso fue en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. A los doce había empezado a estudiar en una escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras. Pero la escuela, por varias razones, todas ellas perfectamente justificables, no le gustaba, de tal modo que se entretenía por el camino, que para él no era horizontal o accidentadamente horizontal o zigzagueantemente horizontal, sino vertical, una prolongada caída hacia el fondo del mar en donde todo, los árboles, la hierba, los pantanos, los animales, los cercados, se transformaba en insectos marinos o en crustáceos, en vida suspendida y
– Probte -se decía en voz alta el joven Reiter-, milaño o domilaño o diemilaño. Chotiempo.
Y así caminaba hacia la escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras y, evidentemente, siempre llegaba tarde. Y además pensando en otras cosas.