En otras ocasiones sus pasos lo llevaban hacia el oeste y así podía pasar por la calle principal de la Aldea Huevo, que cada año se iba alejando de los roqueríos, como si las casas se movieran solas y tendieran a buscar un sitio más seguro cerca de las hondonadas y de los bosques. Después de la Aldea Huevo estaba la Aldea Cerdo, una aldea que él suponía que su padre jamás visitaba, en donde había muchas chiquerizas y las piaras de cerdos más alegres de aquella región de Prusia, que parecían saludar al caminante sin importarle su condición social o edad o estado civil con gruñidos amistosos, casi musicales, o sin el casi, musicales del todo, mientras los aldeanos se quedaban inmóviles, con el sombrero en la mano, o cubriéndose con éste la cara, no se sabía si por modestia o por vergüenza.
Y más allá estaba el Pueblo de las Chicas Habladoras, chicas que iban a fiestas y bailes desenfrenados en pueblos aún más grandes cuyos nombres el joven Hans Reiter oía y olvidaba de inmediato, chicas que fumaban en la calle y hablaban de marineros de un gran puerto y que servían en barcos llamados así y asá y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato, chicas que iban al cine y veían películas emocionantísimas interpretadas por actores que eran los hombres más guapos del planeta y por actrices a quienes, si uno quería estar a la moda, tenía que imitar y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato. Cuando regresaba a su casa, como un buzo nocturno, su madre le preguntaba dónde había pasado el día y el joven Hans Reiter le decía lo primero que se le ocurría, menos la verdad.
La tuerta entonces lo miraba con su ojo celeste y el niño le sostenía la mirada con sus dos ojos grises y desde un rincón, cerca de la chimenea, el cojo los miraba a ambos con sus dos ojos azules y la isla de Prusia parecía resurgir, durante tres o cuatro segundos, del precipicio.
A los ocho años Hans Reiter dejó de interesarse por la escuela.
Para entonces ya había estado en un tris de ahogarse un par de veces. La primera fue en verano y lo sacó del agua un joven turista de Berlín que se hallaba pasando las vacaciones en el Pueblo de las Chicas Habladoras. El joven turista vio a un niño cuya cabeza aparecía y desaparecía cerca de unas rocas y tras comprobar que efectivamente se trataba de un niño, pues el turista era miope y al primer golpe de vista pensó que era un alga, se quitó la chaqueta en donde llevaba unos papeles importantes y bajó por las rocas hasta que no pudo seguir más y tuvo que tirarse al agua. En cuatro brazadas llegó hasta donde estaba el niño y, tras mirar la costa desde el mar buscando un sitio idóneo para salir, empezó a nadar hasta un lugar a unos veinticinco metros de donde se había tirado.
El turista se llamaba Vogel y era un tipo de un optimismo fuera de cualquier comprensión. Puede que en realidad no fuera optimista sino loco y que aquellas vacaciones que pasaba en el Pueblo de las Chicas Habladoras obedecieran a una orden de su médico, el cual, preocupado por su salud, procuraba sacarlo de Berlín con el más mínimo pretexto. Si uno conocía de forma más o menos íntima a Vogel, pronto su presencia se hacía insoportable. Creía en la bondad intrínseca del género humano, decía que una persona con el corazón limpio podía viajar caminando desde Moscú hasta Madrid sin que nadie lo molestara, ni bestia ni policía ni mucho menos aduanero alguno, pues el viajero tomaría las providencias necesarias, entre ellas apartarse de vez en cuando de los caminos y proseguir su marcha a campo través. Era enamoradizo y torpe, de resultas de lo cual no tenía novia. De vez en cuando hablaba, sin importarle quién lo escuchara, de las propiedades lenitivas de la masturbación (como ejemplo ponía a Kant), que debía practicarse desde la más tierna edad hasta la más provecta, algo que por regla general hacía reír a las muchachas del Pueblo de las Chicas Habladoras que tuvieron oportunidad de oírlo y que aburría y asqueaba sobremanera a sus conocidos de Berlín que ya conocían de sobra esta teoría y que pensaban que Vogel, al explicarla con tanta contumacia, lo que hacía, realmente, era masturbarse delante de ellos o con ellos.
Pero también tenía un alto concepto del valor y cuando vio que un niño, aunque al principio le pareció un alga, se estaba ahogando, no dudó ni un momento en lanzarse al mar, que en aquella parte de los roqueríos no era precisamente calmo, y rescatarlo.