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Otra cosa es necesario apuntar y esa cosa es que el equívoco de Vogel (confundir a un niño de piel bronceada y de pelo rubio con un alga) lo atormentó aquella noche, cuando todo ya había pasado. En su cama, a oscuras, Vogel revivió los acontecimientos del día como hacía siempre, es decir, con gran satisfacción, hasta que de pronto volvió a ver al niño que se ahogaba y volvió a verse a sí mismo mirándolo y dudando de si se trataba de un ser humano o de un alga. De inmediato lo abandonó el sueño. ¿Cómo pudo confundir a un niño con un alga?, se preguntó. Y luego: ¿en qué puede parecerse un niño a un alga? Y luego: ¿hay algo que pueda tener en común un niño con un alga?

Antes de formularse una cuarta pregunta Vogel pensó que tal vez su médico de Berlín tenía razón y se estaba volviendo loco, o tal vez loco -lo que se suele entender por loco- no, pero sí que se estaba asomando, por llamarlo de algún modo, a la senda de la locura, pues un niño, pensó, no tiene nada en común con un alga y quien, mirando desde un roquerío, confunde a un niño con un alga es una persona que no tiene muy ajustados los tornillos, no un loco, precisamente, pues a los locos les falta un tornillo, pero sí alguien que no los tiene muy ajustados y que, por lo tanto, debería andar con más cuidado en todo lo que concierne a su salud mental.

Después, puesto que ya no iba a poder dormir durante toda la noche, se puso a pensar en el niño al que había salvado.

Era muy flaco, recordó, y muy alto para su edad, y hablaba endemoniadamente mal. Cuando le preguntó qué le había pasado el niño le contestó:

– Nasao na.

– ¿Qué? -dijo Vogel-. ¿Qué has dicho?

– Nasao na -repitió el niño. Y Vogel comprendió que nasao na significaba: no ha pasado nada.

Y así con el resto de su vocabulario, que a Vogel le pareció muy pintoresco y divertido, por lo que se puso a hacerle preguntas sin ton ni son, sólo por el gusto de escuchar al niño, que a todo contestaba con la mayor naturalidad, por ejemplo, cómo se llama ese bosque, decía Vogel, y el niño respondía elosque destav, que quería decir el bosque de Gustav, y: cómo se llama ese otro bosque de más allá, y el niño respondía elosque dereta, que quería decir el bosque de Greta, y: cómo se llama ese bosque negro que está a la derecha del bosque de Greta, y el niño respondía elosque sinbre, que quería decir el bosque sin nombre, hasta que llegaron a lo alto del roquerío en donde Vogel había dejado su chaqueta con sus papeles importantes en el bolsillo y el niño, a instancias de Vogel, que no le permitió meterse otra vez en el mar, rescató su ropa un poco más abajo, en una cueva como de gaviotas, y luego se despidieron, no sin antes presentarse:

– Yo me llamo Heinz Vogel -le dijo Vogel como si le hablara a un tonto-, ¿cómo te llamas tú?

Y el niño le dijo Hans Reiter, pronunciando su nombre con claridad, y luego se dieron la mano y cada uno se alejó en una dirección distinta. Eso recordaba Vogel dando vueltas en la cama, sin querer encender la luz y sin poderse dormir. ¿En qué podía asemejarse ese niño a un alga?, se preguntaba. ¿En la delgadez, en el pelo quemado por el sol, en la cara alargada y tranquila?

Y también se preguntaba: ¿debo volver a Berlín, debo tomarme más en serio a mi médico, debo empezar a estudiarme a mí mismo? Finalmente se cansó de tantas preguntas, se hizo una paja y el sueño vino a por él.

La segunda vez que estuvo a punto de ahogarse el joven Hans Reiter fue en invierno, cuando acompañó a unos pescadores de bajura a tirar las redes enfrente de la Aldea de las Mujeres Azules. Anochecía y los pescadores se pusieron a hablar de las luces que se mueven por el fondo del mar. Uno dijo que eran los pescadores muertos que buscan el camino a sus aldeas, a sus cementerios en tierra firme. Otro dijo que eran líquenes brillantes, líquenes que sólo brillaban una vez al mes, como si descargaran en una sola noche lo que habían tardado treinta días en acumular. Otro dijo que era un tipo de anémona que sólo existía en aquella costa y que el brillo lo irradiaban las anémonas hembras para atraer a las anémonas machos, aunque en general, es decir en el mundo entero, las anémonas eran hermafroditas, ni machos ni hembras sino machos y hembras en un mismo cuerpo, como si la mente se durmiera y cuando volvía a despertar una parte de la anémona se hubiera follado a la otra parte, como si dentro de uno mismo existiera una mujer y un hombre al mismo tiempo, o un maricón y un hombre en el caso de las anémonas estériles. Otro dijo que eran peces eléctricos, una variedad muy extraña, con los que había que andarse con cuidado, pues si caían en tus redes no se diferenciaban en nada de los demás, pero al comerlos la gente enfermaba, horribles sacudidas eléctricas en el estómago que en ocasiones incluso provocaban la muerte.

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