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Dos años después, por pura casualidad, Popescu coincidió en una fiesta con uno de los médicos que trató al matemático durante su internamiento en el manicomio. Se trataba de un tipo joven y sincero, con un corazón rumano, es decir con un corazón sin dobleces de ninguna clase. Además, estaba un poco borracho, lo que hizo más fácil las confidencias.

Según este médico, el matemático, al ser ingresado, presentaba un cuadro agudo de esquizofrenia, que evolucionó favorablemente a los pocos días de tratamiento. Una noche en que estaba de guardia acudió a su habitación para charlar un poco, pues el matemático, incluso con somníferos, apenas dormía y la dirección del hospital le permitía mantener la luz encendida hasta que él lo considerara conveniente. Su primera sorpresa fue al abrir la puerta. No estaba en la cama. Por un segundo pensó en la posibilidad de una fuga pero al cabo de un rato lo encontró acurrucado en un rincón en penumbra. Se agachó junto a él y tras comprobar que se hallaba en perfecto estado físico le preguntó qué ocurría. Entonces el matemático dijo:

nada, y lo miró a los ojos, y el médico vio una mirada de miedo absoluto como no había visto jamás en su vida, ni siquiera en su trato diario con tantos y tan variados dementes.

– ¿Y cómo es la mirada de miedo absoluto? -le preguntó Popescu.

El médico eructó un par de veces, se revolvió en el sillón y contestó que era una mirada como de piedad, pero piedad vacía, como si a la piedad le quedara, después de un periplo misterioso, tan sólo el pellejo, como si la piedad fuera un pellejo lleno de agua, por ejemplo, en manos de un jinete tártaro que se interna en la estepa al galope y nosotros lo vemos empequeñecerse hasta desaparecer, y luego el jinete regresa, o el fantasma del jinete regresa, o su sombra, o su idea, y trae consigo el pellejo vacío, ya sin agua, pues durante su viaje la ha bebido toda, o él y su caballo la han bebido toda, y el pellejo ahora está vacío, es un pellejo normal, un pellejo vacío, de hecho lo anormal es un pellejo hinchado de agua, pero el pellejo hinchado de agua, el pellejo monstruoso hinchado de agua no concita el miedo, no lo despierta, ni mucho menos lo aísla, en cambio el pellejo vacío sí, y eso es lo que él vio en la cara del matemático, el miedo absoluto.

Pero lo más interesante, le dijo el médico a Popescu, fue que al cabo de un rato el matemático ya se había sobrepuesto y la expresión alienada de su rostro se esfumó sin dejar rastros, y, que él supiera, nunca más retornó. Y ésa era la historia que tenía que contar Popescu, quien, como antes hizo Entrescu, se excusó por haberse excedido y probablemente por haberlos aburrido, lo que los otros se apresuraron a negar, aunque sus voces carecían de convicción. A partir de ese momento la velada comenzó a languidecer y poco tiempo después todos se retiraron a sus habitaciones.

Pero para el soldado Reiter las sorpresas aún no habían acabado.

De madrugada sintió que alguien lo removía. Abrió los ojos. Era Kruse. Sin descifrar sus palabras, las palabras que Kruse le susurraba al oído, lo cogió del cuello y apretó. Otra mano se posó en su hombro. Era el soldado Neitzke.

– No le hagas daño, imbécil -dijo Neitzke.

Reiter soltó el cuello de Kruse y escuchó la propuesta. Después se vistió aprisa y los siguió. Salieron del sótano que hacía las veces de barracón y cruzaron un largo pasillo en donde los esperaba el soldado Wilke. Wilke era un tipo pequeño, de no más de un metro cincuentaiocho, de rostro enjuto y mirada inteligente.

Al llegar junto a él todos lo saludaron con un apretón de manos, pues Wilke era así, ceremonioso, y sus compañeros sabían que con él había que seguir un protocolo. Luego ascendieron una escalera y abrieron una puerta. La habitación a la que llegaron estaba vacía y hacía frío, como si Drácula se acabara de marchar. Sólo había un viejo espejo que Wilke descolgó de la pared de piedra dejando al descubierto un pasadizo secreto.

Neitzke sacó una linterna y se la pasó a Wilke.

Caminaron durante más de diez minutos, subiendo y bajando escaleras de piedra, hasta no tener idea de si estaban en lo más alto del castillo o habían regresado al sótano por una senda alternativa. El pasadizo se bifurcaba cada diez metros y Wilke, que encabezaba la marcha, se perdió varias veces. Mientras caminaban Kruse susurró que en los pasillos había algo extraño.

Le preguntaron qué era lo que le parecía extraño y Kruse contestó que no había ratas. Mejor, dijo Wilke, odio las ratas.

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