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Reiter y Neitzke estuvieron de acuerdo. Tampoco a mí me gustan las ratas, dijo Kruse, pero en los pasillos de un castillo, sobre todo si el castillo es antiguo, siempre hay ratas, y aquí no nos hemos topado con ninguna. Los otros meditaron en silencio la observación de Kruse y al cabo de un rato dijeron que no carecía de perspicacia. Verdaderamente era extraño no haber visto ni una sola rata. Finalmente se detuvieron y enfocaron con la linterna hacia atrás y hacia adelante, el techo del pasadizo y el suelo que se extendía serpenteando como una sombra.

Ni una sola rata. Mejor. Encendieron cuatro cigarrillos y cada uno expresó cómo le haría el amor a la baronesa Von Zumpe.

Después siguieron dando vueltas en silencio hasta que empezaron a sudar y Neitzke dijo que el aire estaba viciado.

Ensayaron entonces el camino de vuelta, con Kruse encabezando la marcha, y no tardaron en llegar a la habitación del espejo, en donde Neitzke y Kruse les dijeron adiós. Después de despedirse de sus amigos, se internaron otra vez en el laberinto, pero ahora sin hablar para que el sonido de sus murmullos no los volviera a confundir. Wilke creyó escuchar pasos, pasos que se deslizaban detrás de él. Reiter caminó durante un rato con los ojos cerrados. Cuando más desesperaban encontraron lo que estaban buscando: un pasillo lateral, estrechísimo, que se deslizaba a través de las aparentemente gruesas paredes de piedra, todas huecas, por lo visto, y en donde había aberturas o diminutas troneras que permitían una visión casi perfecta de las habitaciones espiadas.

Vieron así el aposento del oficial de las SS, iluminado por tres velas, y vieron al oficial de las SS levantado, envuelto en una bata, escribiendo algo en una mesa junto a la chimenea. Su expresión era de abandono. Y aunque eso era todo lo que había que ver, Wilke y Reiter se palmearon mutuamente la espalda, pues sólo entonces se dieron cuenta de que iban por el buen camino. Siguieron avanzando.

Por el tacto descubrieron otras aberturas. Habitaciones iluminadas por la luz de la luna o en penumbra, en donde, si pegaban la oreja a la piedra horadada, podían oír los ronquidos o los suspiros de un durmiente. La siguiente habitación iluminada era la del general Von Berenberg. Sólo una vela, colocada en una palmatoria sobre la mesilla de noche, cuya llama se movía como si alguien hubiera dejado abierta la enorme ventana del aposento, creando sombras y fantasmas que al principio camuflaron el lugar donde se hallaba el general, a los pies de la gran cama con dosel, de rodillas, rezando. El rostro de Von Berenberg estaba contraído, advirtió Reiter, como si sobre sus espaldas tuviera que soportar un peso enorme, no la vida de sus soldados, en modo alguno, ni la vida de su familia, ni siquiera su propia vida, sino el peso de su conciencia, algo que Reiter y Wilke percibieron antes de retirarse de aquella abertura, y que a ambos dejó profundamente admirados u horrorizados.

Finalmente, tras cruzar otros puntos de vigilancia sumidos en la oscuridad y el sueño, llegaron a donde en verdad querían llegar, a la habitación iluminada por nueve velas de la baronesa Von Zumpe, una habitación presidida por el retrato de un soldado monje o un guerrero que tenía la actitud reconcentrada y atormentada de un eremita, en cuyo rostro, que colgaba a un metro del lecho, se podían observar todos los sinsabores de la abstinencia y de la penitencia y de la renuncia.

Cubierta por un hombre desnudo con abundancia de vello en la parte superior de la espalda y en las piernas, descubrieron a la baronesa Von Zumpe, cuyos rizos rubios y parte de la frente albísima sobresalían ocasionalmente por debajo del hombro izquierdo de quien la estaba embistiendo. Los gritos de la baronesa al principio alarmaron a Reiter, que tardó en comprender que eran gritos de placer y no de dolor. Cuando el apareamiento terminó el general Entrescu se levantó de la cama y lo vieron caminar hasta una mesa en donde descansaba una botella de vodka. Su pene, del que colgaba una nada despreciable cantidad de secreción seminal, aún estaba erecto o semierecto y debía de medir unos treinta centímetros, reflexionó después Wilke, sin errar en el cálculo hecho a ojo.

Más que un hombre, les contó Wilke a sus compañeros, parecía un caballo. Y era, asimismo, incansable como un equino, pues tras beber un vaso de vodka volvió al lecho en donde la baronesa Von Zumpe dormitaba y, tras cambiarla de posición, empezó a follársela de nuevo, al principio con movimientos imperceptibles, pero después con violencia tal que la baronesa, de espaldas, para no chillar se mordió la palma de la mano hasta hacerse sangre. A esas alturas Wilke se había desabrochado la bragueta y se masturbaba apoyado en el muro.

Reiter lo oyó gemir a su lado. Primero pensó que era una rata que agonizaba, casualmente, junto a ellos. Un cachorro de rata.

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