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– En pocas cosas -dijo la muchacha después de meditar un segundo su respuesta-. A veces incluso me olvido de las cosas en que creo. Son muy pocas, muy pocas, y las cosas en las que no creo son muchas, muchísimas, tantas que consiguen ocultar las cosas en que sí creo. En este momento, por ejemplo, no me acuerdo de ninguna.

– ¿Crees en el amor? -dijo Reiter.

– No, francamente no -dijo la muchacha.

– ¿Y en la honestidad? -dijo Reiter.

– Uf, menos que en el amor -dijo la muchacha.

– ¿Crees en las puestas de sol -dijo Reiter-, en las noches estrelladas, en los amaneceres diáfanos?

– No, no, no -dijo la muchacha con un gesto de evidente asco-, no creo en ninguna cosa ridícula.

– Tienes razón -dijo Reiter-. ¿Y en los libros?

– Menos todavía -dijo la muchacha-, además en mi casa sólo hay libros nazis, política nazi, historia nazi, economía nazi, mitología nazi, poesía nazi, novelas nazis, obras de teatro nazi.

– No tenía idea de que los nazis hubieran escrito tanto -dijo Reiter.

– Tú, por lo que veo, tienes idea de muy pocas cosas, Hans -dijo la muchacha-, salvo de besarme.

– Es verdad -dijo Reiter, que siempre estaba bien dispuesto a admitir su ignorancia.

Para entonces ambos paseaban por el parque tomados de la mano y de vez en cuando Ingeborg se detenía y besaba a Reiter en la boca y quienquiera que los hubiera visto habría pensado que sólo eran un joven soldado y su novia y que no tenían dinero para ir a otro lugar y que estaban muy enamorados y que tenían muchas cosas que contarse. No obstante si ese observador hipotético se hubiera acercado a la pareja y los hubiera mirado a los ojos se habría dado cuenta de que la joven estaba loca y de que el joven soldado lo sabía y sin embargo no le importaba.

En realidad, a Reiter, a esas alturas del encuentro, ya no sólo no le importaba que la joven esuviera loca ni mucho menos la dirección de su amigo Hugo Halder, sino enterarse de una vez por todas de cuáles eran las pocas cosas que a Ingeborg le parecían dignas de un juramento. Así que preguntó y preguntó y nombró tentativamente a las hermanas de la muchacha y la ciudad de Berlín y la paz en el mundo y los niños del mundo y los pájaros del mundo y la ópera y los ríos de Europa y las imágenes, ay, de antiguos novios, y su propia vida (la de Ingeborg), y la amistad y el humor y todo cuanto se le ocurrió, recibiendo una respuesta negativa tras otra, hasta que por fin, después de dar vueltas por todos los recovecos del parque, la muchacha recordó dos cosas por las que ella daba por bueno un juramento.

– ¿Quieres saber cuáles son?

– ¡Naturalmente que quiero saberlo! -dijo Reiter.

– Espero que no te rías cuando te lo diga.

– No me reiré -dijo Reiter.

– ¿Te diga lo que te diga no te reirás?

– No me reiré -dijo Reiter.

– La primera son las tormentas -dijo la muchacha.

– ¿Las tormentas? -dijo Reiter extrañadísimo.

– Sólo las grandes tormentas, cuando el cielo se vuelve negro y el aire se vuelve gris. Truenos, rayos y relámpagos y campesinos muertos al cruzar un potrero -dijo la muchacha.

– Ya te entiendo -dijo Reiter, que francamente no amaba las tormentas-. ¿Y cuál es la segunda cosa?

– Los aztecas -dijo la muchacha.

– ¿Los aztecas? -dijo Reiter, más perplejo que con las tormentas.

– Sí, sí, los aztecas -dijo la muchacha-, los que vivían en México antes de que llegara Cortés, los de las pirámides.

– Así que los aztecas, esos aztecas -dijo Reiter.

– Son los únicos aztecas -dijo la muchacha-, los que vivían en Tenochtitlán y Tlatelolco y hacían sacrificios humanos y habitaban en dos ciudades lacustres.

– Así que vivían en dos ciudades lacustres -dijo Reiter.

– Sí -dijo la muchacha.

Durante un rato pasearon en silencio. Después la muchacha dijo: yo imagino esas ciudades como si fueran Ginebra y Montreaux. Una vez estuve con mi familia de vacaciones en Suiza. Tomamos un barco de Ginebra a Montreaux. El lago Leman es maravilloso en verano, aunque tal vez haya demasiados mosquitos. Pasamos la noche en una posada de Montreaux y al día siguiente volvimos en otro barco a Ginebra. ¿Has estado en el lago Leman?

– No -dijo Reiter.

– Es muy hermoso y no sólo existen esas dos ciudades, hay muchos pueblos a la orilla del lago, como Lausanne, que es más grande que Montreaux, o Vevey, o Evian. En realidad hay más de veinte pueblos, algunos diminutos. ¿Te haces una idea?

– Vagamente -dijo Reiter.

– Mira, éste es el lago -la muchacha con la punta del zapato dibujó el lago en el suelo-, aquí está Ginebra, aquí, en el otro extremo, Montreaux, y el resto son otros pueblos. ¿Te haces una idea, ahora?

– Sí -dijo Reiter.

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