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El triunfo de la revolución no mejoró sus expectativas literarias ni laborales, más bien al contrario, el trabajo se duplicó y en no pocas ocasiones se triplicó y a veces hasta se cuadruplicó, pero Ivánov cumplió con su deber sin quejarse. Un día le pidieron un relato cuyo tema debía versar sobre la vida en Rusia en el año 1940. En tres horas Ivánov escribió su primer cuento de ciencia ficción. Se titulaba El tren de los Urales y un niño, que viajaba en un tren cuya media de velocidad era de doscientos kilómetros, contaba con su propia voz aquello que pasaba ante sus ojos: fábricas relucientes, campos bien trabajados, aldeas nuevas y modélicas constituidas por dos o tres edificios de más de diez pisos, visitadas por alegres delegaciones extranjeras que tomaban buena nota de los progresos logrados para aplicarlos después en sus respectivos países. El niño que viajaba en El tren de los Urales iba a visitar a su abuelo, un excombatiente del ejército rojo que tras haber conseguido un título universitario a una edad impropia para el estudio dirigía un laboratorio dedicado a complicadas investigaciones envueltas en el mayor de los misterios. Mientras salían de la estación tomados de la mano, el abuelo, un tipo enérgico que no aparentaba más de cuarenta años aunque era obvio que tenía muchos más, le contaba al niño algunos de los avances logrados últimamente, pero el nieto, un niño al fin y al cabo, lo obligaba a contarle historias de la revolución y de la guerra contra los blancos y contra la intervención extranjera, algo a lo que el abuelo, un viejo al fin y al cabo, accedía con gusto. Y eso era todo. Su recepción por parte de los lectores fue un acontecimiento.

El primer sorprendido, hay que decirlo, fue el propio escritor.

El segundo sorprendido fue el jefe de redacción, que había leído el cuento con un lápiz, para corregir las erratas, y al que no le pareció gran cosa. A la redacción de la revista llegaron cartas pidiendo más colaboraciones de ese «desconocido Ivánov», de ese «esperanzador Ivánov», «un escritor que cree en el mañana», «un autor que infunde fe en el futuro por el que estamos luchando», y las cartas venían de Moscú y de Petrogrado, pero también llegaron cartas de combatientes y activistas políticos de los rincones más lejanos que se habían sentido identificados con la figura del abuelo, lo que provocó el insomnio del jefe de redacción, un marxista dialéctico y metódico y materialista y nada dogmático, un marxista que como buen marxista no sólo había estudiado a Marx sino también a Hegel y a Feuerbach (e incluso a Kant) y que se reía de buena gana cuando releía a Lichtenberg y que había leído a Montaigne y a Pascal y que conocía bastante bien los escritos de Fourier, que no podía dar crédito a que entre tantas cosas buenas (o, sin exagerar, entre algunas cosas buenas) que había publicado la revista, fuera este cuento, sentimentaloide y sin agarradero científico, el que más hubiera emocionado a los ciudadanos de la tierra de los sóviets.

Algo va mal, pensó. Naturalmente, a la noche de insomnio del jefe de redacción se añadió la noche de gloria y vodka de Ivánov, que decidió celebrar su éxito primero en los peores tugurios de Moscú y luego en la Casa del Escritor, en donde cenó con cuatro amigos que parecían los cuatro jinetes del Apocalipsis.

A partir de este momento a Ivánov sólo le pidieron cuentos de ciencia ficción y éste, fijándose muy bien en el primero, que había escrito como si dijéramos al descuido, repitió la fórmula con variantes que fue extrayendo del hondo caudal de la literatura rusa y de algunas publicaciones de química, biología, medicina, astronomía, que acumulaba en su cuarto como el usurero acumula los impagos, las letras de crédito, los cheques vencidos.

De esta manera su nombre se hizo conocido en todos los rincones de la Unión Soviética y no tardó en establecerse como un escritor profesional, un hombre que vivía únicamente de lo que le proporcionaban sus libros y que acudía a congresos y conferencias en universidades y fábricas y cuyos trabajos se disputaban las revistas y periódicos literarios.

Pero todo envejece y la fórmula del futuro radiante más el héroe que en el pasado había contribuido a crear ese futuro radiante más el niño (o la niña) que en el futuro, que en sus relatos era presente, disfrutaba de toda esa cornucopia y de la inventiva comunista, también envejeció. Para cuando Ansky conoció a Ivánov éste ya no era un éxito de ventas y sus novelas y cuentos, que muchos consideraban cursis o insufribles, ya no despertaban el entusiasmo que despertaron en otra época.

Pero Ivánov seguía escribiendo y lo seguían publicando y seguía cobrando cada mes un sueldo por sus visiones arcádicas.

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