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– La realidad -murmuró Ansky- en ocasiones es el puro deseo.

Afanasievna se rió.

– ¿Y eso cómo se cocina? -dijo.

– Sin quitar la vista del fuego, camarada -murmuró Ansky-.

Fíjate, por ejemplo, en algunas personas.

– ¿En quiénes? -dijo Afanasievna.

– En los enfermos -dijo Ansky-. En los tuberculosos, por ejemplo. Para sus médicos ellos se están muriendo y sobre esto no hay discusión posible. Pero para los tuberculosos, sobre todo algunas noches, algunos atardeceres particularmente largos, el deseo es la realidad y viceversa. O fíjate en los impotentes.

– ¿En qué clase de impotentes? -dijo Afanasievna sin soltar los genitales de Ansky.

– En los impotentes sexuales, por supuesto -murmuró Ansky.

– Ah -exclamó Afanasievna, y soltó una risita sarcástica.

– Los impotentes sufren -murmuró Ansky- más o menos como los tuberculosos, y sienten deseo. Un deseo que con el tiempo no sólo suplanta la realidad sino que se impone sobre ésta.

– ¿Tú crees -preguntó Afanasievna- que los muertos sienten deseo sexual?

– Los muertos no -dijo Ansky-, pero los muertos vivientes sí. Cuando fui soldado en Siberia conocí a un cazador al que le habían arrancado sus órganos sexuales.

– ¡Órganos sexuales! -se burló Afanasievna.

– El pene y los testículos -dijo Ansky-. Meaba mediante una pajita, sentado o arrodillado, como a horcajadas.

– Ha quedado claro -dijo Afanasievna.

– Pues bien, este hombre, que además no era joven, una vez a la semana, hiciera el tiempo que hiciera, se iba al bosque a buscar su pene y sus testículos. Todos pensaban que algún día moriría, atrapado por la nieve, pero el tipo siempre regresaba a la aldea, a veces tras una ausencia de meses, y siempre con la misma noticia: no los había encontrado. Un día decidió no salir más. Pareció envejecer de golpe: debía andar por los cincuenta pero de la noche a la mañana aparentaba unos ochenta años. Mi destacamento se marchó de la aldea. Al cabo de cuatro meses volvimos a pasar por allí y preguntamos qué había sido del hombre sin atributos. Nos dijeron que se había casado y que llevaba una vida feliz. Uno de mis camaradas y yo quisimos verlo: lo encontramos mientras preparaba los avíos para otra larga estancia en el bosque. Ya no aparentaba ochenta años sino cincuenta. O tal vez ni siquiera aparentaba cincuenta sino, en ciertas partes de su rostro, en los ojos, en los labios, en las mandíbulas, cuarenta. Cuando nos marchamos, al cabo de dos días, pensé que el cazador había logrado imponer su deseo a la realidad, que, a su manera, había transformado su entorno, la aldea, a los aldeanos, el bosque, la nieve, el pene y los testículos perdidos. Lo imaginé orinando de rodillas, con las piernas bien abiertas en medio de la taiga helada, caminando hacia el norte, hacia los desiertos blancos y hacia las ventiscas blancas, con la mochila cargada de trampas y con una absoluta inconsciencia de aquello que nosotros llamamos destino.

– Es una bonita historia -dijo Afanasievna mientras retiraba su mano de los genitales de Ansky-. Lástima que yo sea una mujer demasiado vieja y que ha visto demasiadas cosas como para creerla.

– No se trata de creer -dijo Ansky-, se trata de comprender y después de cambiar.

A partir de ese momento, la vida de Ansky y de Ivánov siguió, al menos en apariencia, derroteros distintos.

La actividad del joven judío se volvió frenética. En 1929, por ejemplo, a la edad de veinte años, participó en la creación de revistas, en las que nunca apareció nada suyo, en Moscú, Leningrado, Smolensk, Kiev, Rostov. Fue miembro fundador del Teatro de las Voces Imaginarias. Intentó que alguna editorial publicara unos escritos póstumos de Khlebnikov. Entrevistó, como periodista de un periódico que jamás vio la luz, a los generales Tujachevski y Blucher. Tuvo una amante, la doctora en medicina María Zamiatina, diez años mayor que él y casada con un alto dirigente del partido. Hizo amistad con Grigori Yakovin, gran conocedor de historia contemporánea alemana, con quien mantuvo largas conversaciones callejeras sobre la lengua alemana y sobre yiddish. Conoció a Zinoviev. Escribió en alemán un curioso poema sobre la deportación de Trotski.

También escribió en alemán una serie de aforismos titulados Consideraciones sobre la muerte de Evguenia Bosch, seudónimo de la dirigente bolchevique Evguenia Gotlibovna (1879-1924), de la que Pierre Broue dice: «Se afilia al partido en 1900, bolchevique en 1903. Detenida en 1913, deportada, evadida en 1915, refugiada en los Estados Unidos, milita con Piatakov y Bujarin y se opone a Lenin en lo referente a la cuestión nacional.

A su vuelta, tras la revolución de febrero, desempeña un papel dirigente en el alzamiento de Kiev y en la guerra civil.

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