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Dormía entre cuatro y cinco horas diarias y el resto del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la relación entre Werther y la música, que fue publicado en una revista literaria madrileña y en una revista universitaria de Gottingen. A los veinticinco años había terminado ambas carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi que una editorial barcelonesa publicaría un año después. Para entonces Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas sobre literatura alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más que pasable. También hablaba inglés y francés. Como Morini y Pelletier, tenía un buen trabajo y unos ingresos considerables y era respetado (hasta donde esto es posible) tanto por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a Archimboldi ni a ningún otro autor alemán.

Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los tres poseían una voluntad de hierro.

En realidad, otra cosa más tenían en común, pero de esto hablaremos más tarde.

Liz Norton, por el contrario, no era lo que comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía en juego todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad.

Cuando sufría el dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba se volvía contagiosa.

Era incapaz de trazar con claridad una meta determinada y de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa meta. Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o deseada como para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión «lograr un fin», aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A «lograr un fin» anteponía la palabra «vivir» y en raras ocasiones la palabra «felicidad». Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que era una mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar que ir a la guerra.

Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no por ello se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con el conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como creían Morini, Espinoza y Pelletier.

Su descubrimiento de Archimboldi fue el menos traumático o poético de todos. Durante los tres meses que vivió en Berlín, en 1988, a la edad de veinte años, un amigo alemán le prestó una novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor alemán que se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el von, indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar más extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí.

Pero los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era La ciega y le gustó, pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la obra de Benno von Archimboldi.

Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por correo un regalo de su amigo alemán.

Se trataba, como es fácil adivinar, de otra novela de Archimboldi.

La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college más libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que ya había leído en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último sí que la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote.

Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues Liz Norton antes de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger su paraguas.

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