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Al final, el quid de la cuestión radicaba en la manera en que habían sido cavadas las fosas, horizontales y no verticales, a lo ancho de la hondonada y no en profundidad. Organicé un grupo y decidí remediar el asunto aquel mismo día. La nieve había borrado el más mínimo rastro de los judíos. Empezamos a cavar. Al cabo de poco rato, oí que un viejo granjero llamado Barz gritaba que allí había algo. Fui a verlo. Sí, allí había algo.

– ¿Sigo cavando? -dijo Barz.

– No sea estúpido -le contesté-, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.

Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo.

Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.

Sin embargo al final mi tenacidad obtuvo la victoria. Encontramos un lugar vacío y allí puse a trabajar a todos mis hombres. Les dije que cavaran hondo, siempre hacia abajo, más abajo todavía, como si quisiéramos llegar al infierno, y también me ocupé de que la fosa fuera ancha como una piscina. De noche, iluminados por linternas, pudimos dar por terminado el trabajo y nos marchamos. Al día siguiente, debido al mal tiempo, sólo pudimos llevar a la hondonada a veinte judíos. Los niños se emborracharon como nunca. Algunos no podían mantenerse en pie, otros vomitaron en el viaje de vuelta. El camión que los traía los dejó en la plaza principal del pueblo, no lejos de mis oficinas, y muchos se quedaron allí, bajo la marquesina de la glorieta, abrazados unos con otros mientras la nieve no dejaba de caer y ellos soñaban con partidos de fútbol etílicos.

A la mañana siguiente cinco de los niños presentaban un cuadro típico de pulmonía y el resto, quien más, quien menos, se hallaba en un estado lamentable que les impedía ir a trabajar.

Cuando le ordené al jefe de policía que sustituyera a los niños con hombres nuestros, al principio se mostró renuente, pero luego acabó por acatar. Aquella tarde se deshizo de ocho judíos.

Me pareció una cifra insignificante y así se lo hice saber. Fueron ocho, me contestó, pero parecía que fueran ochocientos.

Lo miré a los ojos y comprendí.

Le dije que íbamos a esperar a que los niños polacos se recuperaran.

La mala racha que nos perseguía, sin embargo, no parecía dispuesta a dejarnos, por más esfuerzos que pusiéramos en conjurarla. Dos niños polacos murieron de pulmonía, debatiéndose en una fiebre que, según el médico del pueblo, estaba poblada por partidos de fútbol bajo la nieve y por agujeros blancos en donde desaparecían las pelotas y los jugadores. En señal de duelo envié a sus madres algo de tocino ahumado y una cesta con patatas y zanahorias. Luego esperé. Dejé que cayera la nieve. Dejé que mi cuerpo se helara. Una mañana fui a la hondonada. Allí la nieve era blanda, incluso excesivamente blanda. Durante unos segundos me pareció que caminaba sobre un gran plato de nata. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo me di cuenta de que la naturaleza había hecho su trabajo.

Magnífico. No vi rastros de nada, sólo nieve. Después, cuando el tiempo mejoró, la brigada de los niños borrachos volvió a trabajar.

Los arengué. Les dije que estaban haciéndolo bien y que sus familias ahora tenían más comida, más posibilidades. Ellos me miraron y no dijeron nada. En sus gestos, sin embargo, se percibía la flojera y el desgano que todo aquello les producía.

Bien sé que hubieran preferido estar en la calle bebiendo y jugando al fútbol. Por otra parte, en el bar de la estación sólo se hablaba de la cercanía de los rusos. Algunos decían que Varsovia caería en cualquier momento. Lo susurraban. Pero yo oía los susurros y también, a mi vez, susurraba. Malos presagios.

Una tarde me dijeron que los niños borrachos habían bebido tanto que se derrumbaron uno detrás de otro sobre la nieve.

Los regañé. Ellos no parecieron entender mis palabras. Daba igual. Un día pregunté cuántos judíos griegos nos quedaban. Al cabo de media hora uno de mis secretarios me entregó un papel con un cuadro en el que se detallaba todo, los quinientos judíos llegados en tren del sur, los que murieron durante el viaje, los que murieron durante su estancia en la antigua curtiduría, aquellos de los que nos encargamos nosotros, aquellos de los que se encargaron los niños borrachos, etcétera. Aún me quedaban más de cien judíos y todos estábamos exhaustos, mis policías, mis voluntarios y los niños polacos.

¿Qué hacer? El trabajo nos había excedido. El hombre, me dije contemplando el horizonte mitad rosa y mitad cloaca desde la ventana de mi oficina, no soporta demasiado tiempo algunos quehaceres. Yo, al menos, no lo soportaba. Trataba, pero no podía. Y mis policías tampoco. Quince, está bien. Treinta, también. Pero cuando uno llega a los cincuenta el estómago se revuelve y la cabeza se pone boca abajo y empiezan los insomnios y las pesadillas.

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