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Después dijo: ya veremos, y se marchó. Al cabo de un rato Reiter se levantó el cuello de su chaqueta de cuero negro y volvió a la puerta, pues ya empezaba a llegar gente, y la desconocida permaneció sentada a la mesa, leyendo de tanto en tanto las páginas de un libro y mirando la mayor parte de las veces a las mujeres y a los hombres que iban llenando el local. Al cabo de un rato la mujer que le había servido la taza de té la cogió de un brazo y con la excusa de que esa mesa hacía falta para los clientes la llevó a la calle. La desconocida se despidió amablemente de la mujer, pero ésta no le contestó. Reiter hablaba con dos soldados norteamericanos y la chica prefirió no acercársele. En vez de eso cruzó la calle, se acomodó en el zaguán de la casa vecina y desde allí estuvo un rato observando el movimiento constante en la puerta del bar.

Mientras trabajaba, de reojo, Reiter miraba el umbral de la casa vecina y a veces creía ver un par de ojos de gato, brillantes, que lo contemplaban desde la oscuridad. Cuando el trabajo amainó penetró en el zaguán y quiso llamarla, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ayudado por una cerilla la encontró durmiendo en un rincón. De rodillas, mientras la cerilla se consumía entre sus dedos, estuvo unos segundos observando su rostro dormido. Entonces la recordó.

Cuando ella despertó Reiter aún estaba a su lado, pero el zaguán se había transformado en una habitación con un ligero aire femenino, con fotos de artistas pegadas en las paredes y una colección de muñecas y osos de peluche sobre una cómoda.

En el suelo, por el contrario, se apilaban cajas de whisky y botellas de vino. Una colcha de color verde la cubría hasta el cuello. Alguien la había descalzado. Se sintió tan bien que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces escuchó la voz de Reiter que le decía: tú eres la chica que vivía en el antiguo piso de Hugo Halder. Sin abrir los ojos, asintió.

– No recuerdo tu nombre -dijo Reiter.

Se puso de lado, dándole la espalda, y dijo:

– Tu memoria es lamentable, me llamo Ingeborg Bauer.

– Ingeborg Bauer -repitió Reiter, como si en esas dos palabras se cifrara el destino.

Luego se durmió otra vez y cuando despertó estaba sola.

Aquella mañana, mientras paseaba con Reiter por la ciudad destruida, Ingeborg Bauer le dijo que vivía, junto a unos desconocidos, en un edificio cercano a la estación de tren. Su padre había muerto durante un bombardeo. Su madre y sus hermanas huyeron de Berlín antes de que la ciudad quedara cercada por los rusos. Primero estuvieron en el campo, en casa de un hermano de su madre, pero en el campo, contra lo que ellas creían, no había nada que comer y las niñas solían ser violadas por sus tíos y sus primos. Según Ingeborg Bauer los bosques estaban llenos de fosas en donde los lugareños enterraban a los que venían de la ciudad, después de robarles, violarlos y matarlos.

– ¿A ti también te violaron? -le preguntó Reiter.

No, a ella no la violaron, pero a una de sus hermanas pequeñas la violó uno de sus primos, un chico de trece años que quería entrar en las Juventudes Hitlerianas y morir como un héroe. Así que su madre decidió seguir huyendo y se marcharon hacia una ciudad pequeña del Westerwald, en Hesse, de donde su madre era originaria. Allí la vida era aburrida y al mismo tiempo muy extraña, le dijo Ingeborg Bauer a Reiter, pues los habitantes de esa ciudad vivían como si no existiera la guerra, aunque muchos hombres habían marchado al frente con el ejército y la ciudad misma había sufrido tres bombardeos aéreos, ninguno devastador, pero bombardeos al fin y al cabo. Su madre se puso a trabajar en una cervecería y las hijas hicieron trabajos esporádicos, ayudando en oficinas o cubriendo bajas en un taller o haciendo de recaderas, y de vez en cuando incluso tenían tiempo, las más pequeñas, de acudir a la escuela.

Pese al trasiego constante, la vida era aburrida y cuando llegó la paz Ingeborg no lo soportó más y una mañana, mientras su madre y sus hermanas estaban fuera, se marchó a Colonia.

– Estaba segura -le dijo a Reiter- de que aquí te encontraría o encontraría a alguien muy parecido a ti.

Y eso era todo lo que había pasado, a grandes rasgos, desde que se besaron en el parque, cuando Reiter buscaba a Hugo Halder y ella a cambio le contó la historia de los aztecas. Por supuesto, Reiter no tardó en darse cuenta de que Ingeborg se había vuelto loca, si no lo estaba ya cuando la conoció, y también se dio cuenta de que estaba enferma o tal vez sólo fuera hambre lo que tenía.

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