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– Soy prusiano -dijo Archimboldi mientras se levantaba dispuesto a irse.

– Espere un momento -refunfuñó Bubis-, antes de que se marche a su hotel quiero que vaya a ver a mi mujer.

– No me marcho a ningún hotel -dijo Archimboldi-, me vuelvo a Colonia. Le ruego que me entregue mi manuscrito.

Bubis volvió a sonreír.

– Ya habrá tiempo para eso -dijo.

Luego tocó un timbre y antes de que la puerta se abriera le preguntó por última vez:

– ¿De verdad no prefiere decirme su verdadero nombre?

– Benno von Archimboldi -dijo Archimboldi mirándolo a los ojos.

Bubis abrió las manos y las juntó, como si aplaudiera, pero sin ningún sonido, y luego la cabeza de su secretaria asomó en la puerta.

– Lleve al señor a la oficina de la señora Bubis -dijo.

Archimboldi miró a la secretaria, una chica rubia y con tirabuzones en el pelo, y cuando volvió a mirar a Bubis éste ya estaba enfrascado en la lectura de un manuscrito. Siguió a la secretaria. La oficina de la señora Bubis estaba al final de un largo pasillo. La secretaria llamó con los nudillos y luego, sin esperar respuesta, abrió la puerta y dijo: Anna, el señor Archimboldi está aquí. Una voz le ordenó que pasara. La secretaria lo cogió de un brazo y lo empujó hacia dentro. Después, tras dedicarle una sonrisa, se marchó. La señora Anna Bubis estaba sentada tras un escritorio virtualmente vacío (sobre todo en comparación con el escritorio del señor Bubis) en donde sólo había un cenicero, un paquete de cigarrillos ingleses, un encendedor de oro y un libro escrito en francés. Archimboldi, pese a los años transcurridos, la reconoció de inmediato. Era la baronesa Von Zumpe. Se quedó, sin embargo, quieto y decidido a no decir, al menos de momento, nada. La baronesa se quitó las gafas, antes, según recordaba Archimboldi, no usaba, y lo contempló con una mirada suavísima, como si le costara salir de aquello que estaba leyendo o pensando, o tal vez ésa era su mirada de siempre.

– ¿Benno von Archimboldi? -dijo.

Archimboldi asintió con la cabeza. Durante unos segundos la baronesa no dijo nada y se limitó a estudiar sus facciones.

– Estoy cansada -dijo-. ¿Le parece bien si salimos a pasear un rato, tal vez a tomarnos una taza de café?

– Me parece bien -dijo Archimboldi.

Mientras bajaban por las oscuras escaleras del edificio la baronesa le dijo, tuteándolo, que lo había reconocido y que estaba segura de que él también la había reconocido a ella.

– De inmediato, baronesa -dijo Archimboldi.

– Pero ha pasado mucho tiempo -dijo la baronesa Von Zumpe- y yo he cambiado.

– No en el aspecto físico, baronesa -dijo detrás de ella Archimboldi.

– Tu nombre, sin embargo, no lo recuerdo -dijo la baronesa-, eras el hijo de una de nuestras empleadas, eso sí lo recuerdo, tu madre trabajaba en la casa del bosque, pero tu nombre no lo recuerdo.

A Archimboldi le pareció divertida la manera que tenía la baronesa de nombrar a su antigua mansión solariega. La casa del bosque evocaba una casa de juguete, una cabaña, un refugio, algo que estaba lejos del correr del tiempo y que permanecía empotrado en una infancia voluntariosa y ficticia, pero seguramente amable e indemne.

– Ahora me llamo Benno von Archimboldi, baronesa -dijo Archimboldi.

– Bueno -dijo la baronesa-, has elegido un nombre muy elegante. Un poco disonante, pero con una cierta elegancia, sin duda.

Algunas calles de Hamburgo, como pudo apreciar Archimboldi mientras paseaban, estaban en peor estado que algunas de las calles más castigadas de Colonia, aunque en Hamburgo tuvo la impresión de que se esforzaban un poco más en los trabajos de reconstrucción. Mientras caminaban, la baronesa ligera como una colegiala que ha hecho novillos y Archimboldi llevando al hombro su bolsa de viaje, se contaron algunas de las cosas que a ambos les había sucedido después de su último encuentro en los Cárpatos. Archimboldi le habló de la guerra, aunque sin entrar en detalles, le habló de Crimea, del Kubán y de los grandes ríos de la Unión Soviética, le habló del invierno y de los meses que estuvo sin poder hablar, y de alguna forma, oblicuamente, evocó a Ansky, aunque sin mencionar su nombre.

La baronesa, por su parte, y como para contrapesar los viajes obligados de Archimboldi, le habló de sus propios viajes, todos voluntarios y buscados y por lo tanto felices, viajes exóticos a Bulgaria y Turquía y Montenegro y recepciones en las embajadas alemanas de Italia, España y Portugal, y le confesó que a veces intentaba arrepentirse del goce que había experimentado durante aquellos años, pero que por más que intelectualmente, o tal vez sería más apropiado decir moralmente, rechazaba esa actitud hedonista, la verdad era que su memoria, al evocarlos, aún se estremecía de placer.

– ¿Tú lo entiendes? ¿Tú puedes entenderme? -le preguntó mientras tomaban capuchinos y bizcochos en una cafetería que parecía salida de un cuento de hadas, al lado de un gran ventanal con vistas al río y a las suaves colinas verdes.

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