Cuando Archimboldi llegó a Hamburgo la editorial, aunque aún no había alcanzado la altura que el señor Bubis se había fijado como segunda meta (la primera era no tener escasez de papel y mantener una distribución por toda Alemania, las ocho restantes sólo el señor Bubis las conocía), marchaba a un ritmo aceptable y su dueño y señor se sentía satisfecho y estaba cansado.
Empezaban a aparecer escritores en Alemania que al señor Bubis le interesaban, no mucho, la verdad, es decir no tanto, ni de lejos tanto como le interesaban los escritores en lengua alemana de su primera etapa y hacia quienes mantenía una lealtad encomiable, pero algunos de los nuevos no estaban mal, si bien entre éstos no se vislumbraba (o el señor Bubis era incapaz de vislumbrar, como él mismo reconocía) un nuevo Döblin, un nuevo Musil, un nuevo Kafka (aunque si apareciera un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose pero con los ojos profundamente entristecidos, yo me echaría a temblar), un nuevo Thomas Mann. El grueso del catálogo seguía siendo, por llamarlo así, el fondo inagotable de la editorial, pero también empezaban a asomar sus narices los escritores nuevos, la cantera inagotable de la literatura alemana, además de las traducciones de literatura francesa y literatura anglosajona, que por aquellos tiempos y tras la prolongada sequía nazi consiguieron hacerse con unos lectores fieles que garantizaban el éxito o al menos el que no hubiera pérdidas en la edición.
El ritmo de trabajo, en cualquier caso, era si no frenético sí sostenido, y cuando Archimboldi apareció en la editorial lo primero que pensó fue que el señor Bubis, atareado como aparentaba estar, no lo recibiría. Pero el señor Bubis, tras hacerlo esperar diez minutos, lo hizo pasar a su oficina, una oficina que Archimboldi no iba a olvidar jamás, pues los libros y los manuscritos, agotados los espacios de las estanterías, se acumulaban en el suelo formando pilas y torres, algunas de forma tan inestable que a su vez formaban arcadas, un caos que reflejaba el mundo, rico y portentoso pese a las guerras y a las injusticias, una biblioteca de libros magníficos que Archimboldi hubiera deseado con toda su alma leer, primeras ediciones de grandes autores dedicadas de su puño y letra al señor Bubis, libros de arte degenerado que otras editoriales volvían a hacer circular por Alemania, libros publicados en Francia y libros publicados en Inglaterra, ediciones rústicas aparecidas en Nueva York y en Boston y en San Francisco, además de revistas norteamericanas de nombres míticos que para un escritor joven y pobre constituían un tesoro, el máximo alarde de la riqueza, y que convertían la oficina de Bubis en algo similar a la cueva de Alí-Babá.
Tampoco olvidaría Archimboldi la primera pregunta que le hizo Bubis tras las presentaciones de rigor:
– ¿Cuál es su verdadero nombre, porque usted, por supuesto, no se llama así?
– Ése es mi nombre -contestó Archimboldi.
A lo que Bubis respondió:
– ¿Cree usted que los años en Inglaterra o los años en general me han convertido en un estúpido? Nadie se llama así. Benno von Archimboldi. Llamarse Benno, en principio, resulta sospechoso.
– ¿Por qué? -quiso saber Archimboldi.
– ¿No lo sabe? ¿De verdad?
– Le prometo que no lo sé -aseguró Archimboldi.
– ¡Pues por Benito Mussolini, hombre de Dios! ¿Dónde tiene usted la cabeza?
En ese momento Archimboldi pensó que había perdido tiempo y dinero viajando a Hamburgo y se vio a sí mismo viajando esa misma noche en el nocturno Hamburgo-Colonia.
Con suerte, a la mañana siguiente estaría en su casa.
– Me pusieron Benno por Benito Juárez -dijo Archimboldi -, supongo que usted sabe quién era Benito Juárez.
Bubis sonrió.
– Benito Juárez -masculló, y siguió sonriendo-. Conque Benito Juárez, ¿eh? -dijo con un tono de voz algo más alto.
Archimboldi asintió con la cabeza.
– Pensé que me diría que en homenaje a San Benito.
– No conozco a ese santo -dijo Archimboldi.
– Yo, por el contrario, conozco a tres -dijo Bubis-. San Benito de Aniano, que reorganizó la orden de los benedictinos en el siglo nueve. San Benito de Nursia, que fundó la orden que lleva su nombre en el siglo sexto y a quien se le conoce como «Padre de Europa», un título peligrosísimo, ¿no le parece? Y San Benito el Moro, que era negro, de raza negra, quiero decir, nacido y muerto en Sicilia en el siglo dieciséis y perteneciente a la orden franciscana. ¿Cuál de los tres prefiere?
– Benito Juárez -dijo Archimboldi.
– ¿Y el apellido, Archimboldi, no querrá que me crea que en su familia todos se llaman así?
– Yo me llamo así -dijo Archimboldi a punto de dejar con la palabra en los labios a ese hombre pequeñito y malhumorado y salir sin despedirse.
– Nadie se llama así -le respondió Bubis con desgana-. Supongo que en este caso se trata de un homenaje a Giuseppe Archimboldo.
¿Y a santo de qué ese von? ¿Benno no se conforma con ser Benno Archimboldi? ¿Benno quiere dejar patente su pertenencia germánica? ¿De qué lugar de Alemania es usted?