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Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.

En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome.

Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo.

El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.

Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.

– Tié que cerrar los postigones, abue -me dijo.

– ¿Los qué? -dije yo rojo como la grana.

– La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.

Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.

– Espere un momento, joven -le dije, y le alcancé un billete de propina.

– Su excelencia es un manirroto -me dijo antes de largarse -, pero ahora volando a las catacumbas.

– Vaya usted primero -le contesté-, ahora lo alcanzo.

Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.

Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.

La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad.

O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.

En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.

Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.

¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control?

No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.

Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando.

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