Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera, vaya, el sobreviviente olía
Los paracaidistas, que no eran malas personas, invitaron a Archimboldi a tomar parte en un negocio que tenían que solventar aquella misma noche. Archimboldi les preguntó a qué hora acabaría el negocio, pues no deseaba perder su trabajo en el bar, y los paracaidistas le aseguraron que a las once de la noche todo habría concluido. Quedaron en reunirse a las ocho en un bar cercano a la estación y antes de despedirse la secretaria le guiñó un ojo.
El bar se llamaba El Ruiseñor Amarillo y lo primero que le llamó la atención a Archimboldi cuando aparecieron los paracaidistas fue que todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro, muy parecidas a la de él. El trabajo consistía en vaciar parte de un vagón de tren de una carga de cocinillas portátiles del ejército norteamericano. Junto al vagón, en una vía apartada, encontraron a un norteamericano que primero les exigió una cantidad de dinero, que contó hasta el último billete, y luego les advirtió, como quien repite una prohibición ya sabida a unos niños cortos de entendederas, que sólo podían vaciar aquel vagón y no otro, y que de aquel vagón sólo podían vaciar las cajas que llevaban la marca PK.
Hablaba en inglés y uno de los paracaidistas le contestó en inglés diciéndole que no se preocupara. Después el norteamericano desapareció en la oscuridad y otro de los paracaidistas apareció con un camioncito de carga, con las luces apagadas, y tras descerrajar el candado del vagón empezaron a trabajar. Al cabo de una hora ya habían concluido y dos paracaidistas se metieron en la cabina y Archimboldi y el otro paracaidista se acomodaron detrás, en el reducido espacio que dejaban las cajas.