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Hizo una copia con papel carbón y luego buscó, en la biblioteca pública que acababa de reabrir sus puertas, los nombres de dos editoriales a las que enviar el manuscrito. Al cabo de un largo escrutinio se dio cuenta de que las editoriales de muchos de sus libros favoritos hacía tiempo que habían dejado de existir, algunas por problemas económicos o por desidia o desinterés de sus propietarios, otras porque los nazis las habían cerrado o habían encarcelado a sus editores y algunas porque habían sido borradas por los bombardeos aliados.

Una de las bibliotecarias, que lo conocía y sabía que escribía, le preguntó si tenía un problema y Archimboldi le contó que buscaba editoriales literarias que aún permanecieran en activo.

La bibliotecaria le dijo que ella lo podía ayudar. Durante un rato estuvo mirando unos papeles y luego hizo una llamada telefónica. Cuando volvió le entregó a Archimboldi una lista de veinte editoriales, el mismo número de días que había invertido en mecanografiar su novela, lo que sin duda constituía un buen presagio. Pero el problema era que sólo tenía el original y una copia y que por lo tanto debía escoger únicamente dos. Esa noche, de pie en la puerta del bar, de tanto en tanto sacaba el papel y lo estudiaba. Nunca como entonces los nombres de las editoriales le parecieron tan hermosos, tan distinguidos, tan llenos de promesas y de sueños. Decidió, empero, ser prudente y no dejarse llevar por el entusiasmo. El original lo fue a dejar personalmente a una editorial de Colonia. Ésta tenía la ventaja de que si se lo rechazaban el mismo Archimboldi podía ir a recuperar el manuscrito para enviarlo, acto seguido, a otra editorial.

La copia en papel carbón la envió a una casa de Hamburgo que había publicado libros de la izquierda alemana hasta 1933, cuando el gobierno nazi no sólo cerró la empresa sino que también pretendió enviar a un campo de prisioneros a su editor, el señor Jacob Bubis, cosa que hubiera hecho si el señor Bubis no se les hubiera adelantado tomando el camino del exilio.

Al cabo de un mes de hacer ambos envíos la editorial de Colonia le respondió que su novela Lüdicke, pese a los innegables méritos que poseía, no entraba, lamentablemente, en sus planes de edición, pero que no dejara de enviarle su próxima novela. No quiso decirle a Ingeborg lo que había pasado y ese mismo día Archimboldi fue a recuperar su manuscrito, lo que le llevó algunas horas, pues en la editorial nadie parecía saber dónde se hallaba y Archimboldi no se mostró en modo alguno dispuesto a marcharse sin él. Al día siguiente lo llevó personalmente a otra editorial de Colonia, quienes lo rechazaron al cabo de un mes y medio más o menos con las mismas palabras que la primera editorial, tal vez añadiendo más adjetivos, tal vez deseándole una mejor fortuna en su próximo intento.

Ya sólo quedaba una editorial en Colonia, una editorial que de vez en cuando publicaba alguna novela o algún libro de poesía o algún libro de historia, pero el grueso de cuyo catálogo estaba compuesto por manuales prácticos de uso cotidiano que lo mismo instruían a mantener adecuadamente un jardín como a la correcta administración de los primeros auxilios o a la reutilización de los cascotes de las casas destruidas. La editorial se llamaba El Consejero y, al contrario que en las dos tentativas anteriores, esta vez salió a recibir el manuscrito el editor en persona.

Y no fue por falta de empleados, como le hizo notar a Archimboldi, pues en la editorial trabajaban por lo menos cinco personas, sino porque al editor le gustaba ver la cara que tenían los escritores que pretendían publicar en su casa. La conversación que tuvieron fue, tal como la recordaba Archimboldi, extraña.

El editor tenía cara de gángster. Era un tipo joven, sólo un poco mayor que él, vestido con un traje de excelente corte que le quedaba, sin embargo, un poco estrecho, como si subrepticiamente, de la noche a la mañana, hubiera engordado diez kilos.

Durante la guerra había servido en una unidad de paracaidistas, aunque nunca, se apresuró a aclarar, saltó en paracaídas, pese a que ganas no le faltaron. En su historial militar se contaba la participación en varias batallas, en diferentes teatros de operaciones, sobre todo en Italia y en Normandía. Aseguraba haber experimentado un bombardeo en alfombra de la aviación norteamericana. Y decía conocer la fórmula para soportarlo.

Como Archimboldi había hecho toda la guerra en el este no tenía idea de qué significaba un bombardeo en alfombra y así lo expresó. El editor, que se llamaba Michael Bittner pero al que le gustaba o le complacía que sus amigos lo llamaran Mickey, como el ratoncito, le explicó que un bombardeo en alfombra era cuando un montón de aviones enemigos, pero un montón grande, enorme, superlativo, dejaba caer sus bombas sobre un terreno limitado del frente, un trozo de campo previamente acotado, hasta que de él no quedaba ni una brizna de hierba.

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