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Insistí. Aquel marco, dije extendiendo los brazos y abarcando todo el depósito, era en cierta manera el lugar ideal para pensar en la brevedad de la vida, en lo insondable que resulta el destino de los hombres, en la futilidad de los empeños mundanos.

Con un sobrecogimiento de horror, de golpe me di cuenta de que estaba hablándole como si él fuera el gran escritor alemán y aquélla nuestra charla que jamás se produjo. No tengo mucho tiempo, me dijo. Volví a mirar sus ojos. No me cupo la menor duda: eran los ojos de mi ídolo. Y su respuesta: no tengo mucho tiempo. ¡Cuántas puertas abría esa respuesta! ¡Cuántos caminos quedaban de pronto despejados, visibles, tras esa respuesta!

No tengo mucho tiempo, he de acarrear cadáveres de arriba abajo. No tengo mucho tiempo, he de respirar, comer, beber, dormir. No tengo mucho tiempo, he de moverme al compás del engranaje. No tengo mucho tiempo, estoy viviendo. No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo. Como usted comprenderá, ya no hubo más preguntas. Lo ayudé a abrir el nicho.

Quise ayudarlo a meter el cadáver pero mi torpeza en tales lides hizo que la sábana que lo cubría se corriera y entonces vi el rostro del cadáver y cerré los ojos y agaché la cabeza y lo dejé trabajar en paz.

Cuando salí mi amigo me observaba en silencio desde la puerta del depósito. ¿Todo bien?, me preguntó. No pude o no supe responderle. Tal vez dije: todo mal. Pero no era eso lo que quería decir.

Antes de que Archimboldi se despidiera de él, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo:

– Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores.

¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla.

En una de las tantas travesías que Archimboldi hizo por la ciudad en busca de alguien que le alquilara una máquina de escribir volvió a encontrar a los dos vagabundos con los que había compartido sótano antes de trasladarse a la buhardilla.

Aparentemente pocas cosas habían cambiado en sus antiguos compañeros de infortunio. El viejo periodista había intentado conseguir trabajo en el nuevo periódico de Colonia, en donde no lo aceptaron por su pasado nazi. Su carácter jovial y bonachón fue desapareciendo conforme se prolongaba el período de adversidades y comenzaban a manifestarse los achaques propios de la edad. El veterano tanquista, por el contrario, trabajaba ahora en un taller de reparación de motores y había ingresado en el Partido Comunista.

Cuando ambos estaban juntos en el sótano, no paraban de pelearse. El tanquista le reprochaba al viejo periodista su militancia nazi y su cobardía. El viejo periodista se ponía de rodillas y juraba a voz en cuello que sí, que era un cobarde, pero que nazi, lo que se dice nazi, no lo había sido nunca. Escribíamos al dictado. Si no queríamos ser despedidos, teníamos que escribir al dictado, gemía ante la indiferencia del tanquista, que añadía a sus reproches el hecho irrefutable de que mientras él y otros como él combatían dentro de tanques que se averiaban y se quemaban, el periodista y otros como él se resignaban a escribir mentiras propagandísticas, pasando por encima de los sentimientos de los tanquistas y de las madres de los tanquistas e incluso de las novias de los tanquistas.

– Esto -le decía- no te lo perdonaré nunca, Otto.

– Pero si no es mi culpa -gemía el periodista.

– Llora, llora -le decía el tanquista.

– Intentábamos hacer poesía -decía el periodista-, intentábamos dejar que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.

– Pues ya has visto, cerdo asqueroso, lo que vino después -replicaba el tanquista.

A veces, el periodista hablaba del suicidio.

– No veo otra solución -le dijo a Archimboldi cuando los fue a visitar-. Como periodista estoy liquidado. Como obrero no tengo ni la más mínima posibilidad. Como empleado de alguna administración local, siempre estaré marcado por mi pasado.

Como trabajador independiente, no sé hacer nada a derechas.

¿Para qué prolongar, entonces, mi sufrimiento?

– Para pagar tu deuda con la sociedad, para expiar tus mentiras -le gritó el tanquista, que permanecía sentado a la mesa, fingiendo estar enfrascado en la lectura de un periódico, pero en realidad escuchándolo.

– No sabes lo que dices, Gustav -le respondió el periodista -. Mi único pecado, te lo he dicho cien mil veces, ha sido el de la cobardía, y lo estoy pagando caro.

– Aún más caro lo tienes que pagar, Otto, aún más caro.

Durante esa visita Archimboldi le sugirió al periodista que tal vez su suerte cambiara si se iba a otra ciudad, una ciudad menos castigada que Colonia, una ciudad más pequeña en donde no lo conociera nadie, una posibilidad que al periodista no se le había pasado por la cabeza y que a partir de ese momento comenzó a sopesar seriamente.

Veinte días tardó Archimboldi en pasar a máquina su novela.

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