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– No sé si me he explicado con claridad, Benno -dijo mirando a Archimboldi fijamente a los ojos.

– Se ha explicado usted con claridad meridiana, Mickey -dijo Archimboldi al tiempo que pensaba que el tipo en cuestión no sólo era pesado sino también ridículo, con esa ridiculez que sólo tienen los histriones y los pobres diablos convencidos de haber participado en un momento determinante de la historia, cuando es bien sabido, pensó Archimboldi, que la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.

Pero Mickey Bittner lo que quería, el pobre infeliz embutido en su estrecho traje de tan buen corte, era explicarle el efecto que causaba en los soldados el bombardeo en alfombra y el sistema que él ideó para combatirlo. El ruido. Lo primero es el ruido. El soldado está en su trinchera o en su posición mal fortificada y de pronto oye el ruido. Ruido de aviones. Pero no ruido de cazas o de cazabombarderos, que es un ruido rápido, si se me permite hablar así, un ruido de vuelo bajo, sino un ruido que llega de lo más alto del cielo, un ruido ronco y bronco que no presagia nada bueno, como si se acercara una tormenta y las nubes chocaran entre sí, pero el problema es que no hay nubes ni tormenta. Por supuesto, el soldado alza la vista.

Al principio no ve nada. El artillero alza la vista. No ve nada. El ametralladorista, el servidor de una pieza de mortero, el explorador de avanzada alzan la vista y no ven nada. El conductor de un vehículo blindado o de un cañón de asalto alza la vista. Tampoco ve nada. Por precaución, sin embargo, el conductor saca su vehículo de la carretera. Lo estaciona debajo de un árbol o lo cubre con una malla de camuflaje. Justo después aparecen los primeros aviones.

Los soldados los miran. Son muchos, pero los soldados creen que se dirigen a bombardear alguna ciudad en la retaguardia.

Ciudad o puentes o líneas férreas. Son muchos, tantos que ennegrecen el cielo, pero sus objetivos seguramente están en alguna zona industrial de Alemania. Para sorpresa general los aviones sueltan sus bombas y las bombas caen en un área limitada.

Y después de la primera oleada llega una segunda oleada.

El ruido entonces se hace ensordecedor. Las bombas caen y abren cráteres en la tierra. Los bosquecillos se incendian. El boscaje, la principal trinchera de Normandía, empieza a desaparecer.

Todos los setos saltan. Las terrazas se desmoronan.

Muchos soldados se quedan sordos momentáneamente. Unos pocos no pueden soportarlo y echan a correr. En ese momento ya está sobre el campo acotado la tercera oleada de aviones descargando sus bombas. El ruido, algo que parecía imposible, se hace mayor. Más vale decirle ruido. Se le podría llamar estruendo, rugido, fragor, martilleo, suma estridencia, mugido de los dioses, pero ruido es una palabra sencilla que designa igual de mal aquello que no tiene nombre. El ametralladorista muere.

Sobre su cuerpo muerto cae de lleno otra bomba. Sus huesos y los jirones de carne se esparcen por lugares que treinta segundos después serán batidos por otras bombas. El servidor de la pieza de morteros es volatilizado. El conductor del vehículo blindado pone en marcha su vehículo e intenta buscar un refugio mejor pero en el camino recibe el impacto de una bomba y luego otras dos bombas convierten el vehículo y al conductor en una sola cosa informe a mitad de camino entre la chatarra y la lava. Después viene la cuarta y la quinta oleada. Todo arde.

Eso no parece Normandía sino la luna. Cuando los bombarderos han terminado de descargar sobre el terreno previamente acotado no se oye ni un solo pájaro. De hecho, en las áreas vecinas, tanto a la izquierda como a la derecha de las divisiones que han sido castigadas, donde no ha caído ni una sola bomba, tampoco se oye ni un solo pájaro.

Entonces aparecen las tropas enemigas. Para ellos, adentrarse en ese territorio gris acero, humeante, lleno de cráteres, es una experiencia que no carece de cierto horror. De entre la tierra ferozmente removida se alza de tanto en tanto un soldado alemán con ojos de loco. Algunos se rinden llorando. Otros, los paracaidistas, los veteranos de la Wehrmacht, algunos batallones de infantería SS, abren fuego, intentan restablecer la línea de mando, retrasar el avance enemigo. Unos pocos de esos soldados, los más indómitos, muestran claros signos de haber bebido. Entre éstos sin duda está el paracaidista Mickey Bittner, pues su receta para aguantar cualquier tipo de bombardeo es precisamente ésta: beber schnaps, beber coñac, beber aguardiente, beber grappa, beber whisky, beber cualquier bebida fuerte, incluso vino si no hay más remedio, para de esta manera evadirse de los ruidos, o para confundir los ruidos con las pulsaciones y circunvoluciones del cerebro.

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