Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?
Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir:
somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.
Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando.
El detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece.
Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.
El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.
¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra.
La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio
En una palabra: lo mejor es la experiencia. No le diré que la experiencia no se obtenga en el trato constante con una biblioteca, pero por encima de la biblioteca prevalece la experiencia.
La experiencia es la madre de la ciencia, se suele decir.
Cuando yo era joven y aún pensaba que haría carrera en el mundo de las letras, conocí a un gran escritor. Un gran escritor que probablemente había escrito una obra maestra, si bien a juicio mío toda su producción era una obra maestra.
No le voy a decir su nombre. Ni a usted le conviene que yo se lo diga ni a efectos de la historia es indispensable saberlo.
Confórmese con saber que era alemán y que un día vino a Colonia a dar unas conferencias. Por supuesto, yo no me perdí ni una sola de las tres charlas que dio en la universidad de nuestra ciudad. En la última conseguí un asiento en primera fila y me dediqué, más que a escucharlo (en realidad repetía cosas que ya había dicho en la primera y la segunda conferencia), a observarlo en detalle, sus manos, por ejemplo, unas manos enérgicas y huesudas, su cuello de hombre viejo similar al cuello de un pavo o de un gallo sin plumas, sus pómulos ligeramente eslavos, sus labios exangües, unos labios que uno podía tajear con una navaja y de los cuales podía tener la seguridad de que no saldría ni una gota de sangre, sus sienes grises como un mar revuelto, y sobre todo sus ojos, unos ojos profundos y que, dependiendo de ligeros movimientos de su cabeza, en ocasiones semejaban dos túneles sin fondo, dos túneles abandonados y a punto de derrumbarse.