– Lo entiendo -dijo Espinoza haciendo rechinar los dientes -, pero es necesario que hable con alguna persona responsable del departamento.
– Hable conmigo -dijo el estudiante.
Espinoza entonces le preguntó si el doctor Morini había faltado a alguna de sus clases.
– A ver, déjeme pensar -dijo el estudiante.
Y luego Espinoza oyó que alguien, el mismo estudiante, susurraba Morini… Morini… Morini, con una voz que no parecía la suya sino más bien la voz de un mago, o más concretamente, la voz de una maga, una adivina de la época del Imperio Romano, una voz que llegaba como el goteo de una fuente de basalto pero que no tardaba en crecer y desbordarse con un ruido ensordecedor, el ruido de miles de voces, el estruendo de un gran río salido de cauce que contiene, cifrado, el destino de todas las voces.
– Ayer tenía que dar una clase y no vino -dijo el estudiante después de reflexionar.
Espinoza le dio las gracias y colgó. A media tarde llamó una vez más al domicilio de Morini y luego a Pelletier. No había nadie en ninguna de las dos casas y se tuvo que resignar a dejar sendos mensajes en el contestador automático. Luego se puso a meditar. Pero sus pensamientos sólo llegaron a lo que acababa de ocurrir, el pasado estricto, el pasado que ilusoriamente es casi presente. Recordó la voz del contestador de Morini, es decir la voz grabada del propio Morini que avisaba escueta pero educadamente que aquél era el número de Piero Morini y que procediera a dejar un mensaje, y la voz de Pelletier que en lugar de decir que aquél era el teléfono de Pelletier repetía su propio número, para que no cupiera duda, y luego instaba a quien llamaba a decir su nombre y dejar su número telefónico con la vaga promesa de llamarlo después.
Esa noche Pelletier llamó a Espinoza y decidieron de común acuerdo, tras despejarse mutuamente los presagios que pendían sobre ambos, dejar pasar unos días, no caer en un histerismo barato y recordar constantemente que, hiciera lo que hiciera, Morini era muy libre de hacerlo y en ese punto ellos nada podían (ni debían) hacer para evitarlo. Aquella noche, por primera vez desde que habían vuelto de Suiza, pudieron dormir tranquilos.
A la mañana siguiente ambos partieron hacia sus respectivas ocupaciones con el cuerpo descansado y el espíritu sereno, aunque a las once de la mañana, poco antes de salir a almorzar con unos colegas, Espinoza no se resistió y volvió a llamar al departamento de alemán de la Universidad de Turín, con el resultado estéril ya conocido. Más tarde Pelletier lo llamó desde París y le consultó sobre la conveniencia o no de poner a Norton al corriente.
Sopesaron los pros y los contras y decidieron resguardar la intimidad de Morini tras un velo de silencio al menos hasta que supieran algo más concreto acerca de él. Dos días después, casi como un acto reflejo, Pelletier llamó al piso de Morini y esta vez alguien descolgó el teléfono. Las primeras palabras de Pelletier expresaron el asombro que experimentó al oír la voz de su amigo al otro lado de la línea.
– No es posible -gritó Pelletier-, cómo es posible, es imposible.
La voz de Morini sonaba igual que siempre. Luego vinieron las felicitaciones, el alivio, el despertar de un sueño no sólo malo sino también incomprensible. En medio de la conversación Pelletier le dijo que tenía que avisar a Espinoza inmediatamente.
– ¿No te vas a mover de allí? -preguntó antes de colgar.
– ¿Adónde quieres que vaya? -dijo Morini.
Pero Pelletier no llamó a Espinoza sino que se sirvió un vaso de whisky y se dirigió a la cocina y luego al baño y luego a su estudio, dejando encendidas todas las luces de la casa. Sólo después llamó a Espinoza y le contó que había encontrado a Morini sano y salvo y que acababa de hablar con él por teléfono, pero que ya no podía seguir hablando. Tras colgar se bebió otro whisky. Media hora más tarde lo llamó Espinoza desde Madrid. En efecto, Morini estaba bien. No quiso decirle dónde se había metido durante aquellos días. Dijo que necesitaba descansar.
Aclararse las ideas. Según Espinoza, que no había querido abrumarlo con preguntas, Morini daba la impresión de querer ocultar algo. ¿Pero qué?, Espinoza no tenía ni la más remota idea.
– En realidad sabemos muy poco de él -dijo Pelletier, que empezaba a hartarse de Morini, de Espinoza, del teléfono.
– ¿Le preguntaste por el estado de su salud? -dijo Pelletier.
Espinoza dijo que sí y que Morini le había asegurado que estaba perfectamente.
– Ya nada podemos hacer -concluyó Pelletier con un tono de tristeza que no le pasó desapercibido a Espinoza.
Poco después colgaron y Espinoza cogió un libro y trató de leer, pero no pudo.
Norton entonces les dijo, mientras el empleado o el propietario de la galería seguía descolgando y colgando vestidos, que durante aquellos días en que desapareció, Morini había estado en Londres.
– Los dos primeros días los pasó solo, sin telefonearme ni una sola vez.