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La historia de Pelletier comenzaba entonces con los tres archimboldianos contemplando la verja de hierro negro que se alzaba para dar la bienvenida o impedir la salida (y algunas entradas inoportunas) del manicomio Auguste Demarre, o bien, unos segundos antes, con Espinoza y Morini ya en su silla de ruedas observando el portón de hierro y el vallado de hierro que se perdía a derecha e izquierda, oculto por una arboleda añosa y bien cuidada, mientras Espinoza, con medio cuerpo dentro del taxi, le pagaba al taxista al tiempo que convenía con él una hora prudencial para que subiera del pueblo a buscarlos.

Después los tres se enfrentaron con la silueta del manicomio, que parcialmente se dejaba ver al final del camino, como una fortaleza del siglo XV, no en su trazado arquitectónico, sino en lo que su inercia inspiraba al observador.

¿Y qué inspiraba? Una sensación extraña. La certeza de que el continente americano, por ejemplo, no había sido descubierto, es decir de que el continente americano jamás había existido, lo que no era óbice, ciertamente, para un crecimiento económico sostenido o para un crecimiento demográfico normal o para la marcha democrática de la república helvética. En fin, dijo Pelletier, una de esas ideas extrañas e inútiles que se comparten durante los viajes, más aún si el viaje era manifiestamente inútil, como aquél probablemente lo fuera.

A continuación procedieron a pasar por todos los formulismos y trabas burocráticas de un manicomio suizo. Finalmente, sin haber visto en ningún momento a ninguno de los enfermos mentales que hacían su cura en el establecimiento, una enfermera de mediana edad y rostro inescrutable los condujo hasta un pequeño pabellón en los jardines de atrás de la clínica, que eran enormes y gozaban de una espléndida vista pero cuya inclinación topográfica era descendente, lo que a juicio de Pelletier, que era quien empujaba la silla de ruedas de Morini, no resultaba demasiado lenitivo para una naturaleza con perturbaciones graves o muy graves.

El pabellón, contra lo que esperaban, resultó ser un sitio acogedor, rodeado de pinos, con rosales en los pretiles, y en el interior sillones que imitaban el confort de la campiña inglesa, una chimenea, una mesa de roble, un estante de libros medio vacío (los títulos estaban casi todos en alemán y en francés, aunque había alguno en inglés), una mesa especial con un ordenador provisto de módem, un diván de tipo turco que desentonaba con el resto del mobiliario, un baño con wáter, lavamanos e incluso con una ducha con cortina de plástico duro.

– No viven mal -dijo Espinoza.

Pelletier prefirió acercarse a una ventana y contemplar el paisaje. Al fondo de las montañas creyó ver una ciudad. Tal vez fuera Montreaux, se dijo, o tal vez el pueblo en donde habían tomado el taxi. El lago, ciertamente, no se distinguía de ninguna manera. Cuando Espinoza se acercó a la ventana fue de la opinión de que aquellas casas eran del pueblo, jamás de Montreaux.

Morini se quedó quieto en su silla de ruedas, con la vista fija en la puerta.

Cuando la puerta se abrió Morini fue el primero en verlo.

Edwin Johns tenía el pelo lacio, aunque ya le comenzaba a ralear por la coronilla, la piel pálida, y no era demasiado alto aunque seguía siendo delgado. Iba vestido con un suéter gris de cuello alto y una delgada chaqueta de cuero. En lo primero que se fijó fue en la silla de ruedas de Morini, que le sorprendió agradablemente, como si evidentemente no esperara esta súbita materialización. Morini, por su parte, no pudo evitar mirarle el brazo derecho, donde la mano no existía, y su sorpresa, que esta vez no tuvo nada de agradable, fue mayúscula al constatar que del puño de la chaqueta, donde debía haber sólo un vacío, sobresalía ahora una mano, evidentemente de plástico, pero tan bien hecha que sólo un observador paciente y avisado sería capaz de percibir que era una mano artificial.

Detrás de Johns entró una enfermera, no la que los había atendido, sino otra, un poco más joven y mucho más rubia, que se sentó en una silla junto a una de las ventanas y sacó un librito de bolsillo, de muchas páginas, que empezó a leer desentendiéndose del todo de Johns y de los visitantes. Morini se presentó a sí mismo como filólogo de la Universidad de Turín y como admirador de la obra de Johns y luego procedió a presentar a sus amigos. Johns, que durante todo el rato había permanecido de pie y sin moverse, les extendió la mano a Espinoza y a Pelletier, quienes se la estrecharon con cuidado, y luego se sentó en una silla, junto a la mesa, y se dedicó a observar a Morini, como si en aquel pabellón sólo existieran ellos dos.

Al principio Johns hizo un ligero, casi imperceptible esfuerzo por entablar un diálogo. Preguntó si Morini había adquirido alguna de sus obras. La respuesta de Morini fue negativa.

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