La verdad es que se puso muy feliz con el libro, más aún cuando Pelletier le explicó quién era Archimboldi y el papel que el escritor alemán tenía en su vida.
– Es como si me regalaras algo tuyo -dijo Vanessa.
Esta afirmación dejó a Pelletier un tanto confuso, pues por una parte efectivamente era así, Archimboldi era ya algo suyo, le pertenecía en la medida en que él, junto con unos pocos más, había iniciado una lectura diferente del alemán, una lectura que iba a
Tal como él esperaba, Vanessa nunca le dijo qué le había parecido el libro. Una mañana la acompañó hasta su casa. Vivía en un barrio obrero en donde no escaseaban los inmigrantes.
Cuando llegaron su hijo estaba viendo la tele y Vanessa lo regañó porque no había ido a la escuela. El niño le dijo que se sentía mal del estómago y Vanessa le preparó de inmediato una infusión de hierbas. Pelletier la observó moverse por la cocina. La energía desplegada por Vanessa no tenía freno y el noventa por ciento se perdía en movimientos inútiles. La casa era un completo desorden, que atribuyó en parte al niño y al marroquí, pero del que básicamente era responsable Vanessa.
Al poco rato, atraído por los ruidos de la cocina (cucharas que se caían al suelo, un vaso roto, gritos dirigidos a nadie preguntando en dónde diablos estaba la hierba para la infusión), apareció el marroquí. Sin que nadie los presentara se estrecharon la mano. El marroquí era bajito y delgado. Pronto el niño iba a ser más alto y más fuerte que él. Llevaba un bigote poblado y se estaba quedando calvo. Después de saludar a Pelletier, aún medio dormido, se sentó en el sofá y se puso a contemplar los dibujos animados junto con el niño. Cuando Vanessa salió de la cocina Pelletier dijo que se tenía que marchar.
– No hay ningún problema -dijo ella.
Su respuesta le pareció contener cierta dosis de agresividad, pero luego recordó que Vanessa era así. El niño probó un sorbo de la infusión y dijo que le faltaba azúcar y ya no volvió a tocar el vaso humeante en donde flotaban unas hojas que a Pelletier le parecieron extrañas y sospechosas.
Esa mañana, mientras estaba en la universidad, se pasó los ratos muertos pensando en Vanessa. Cuando la volvió a ver no hicieron el amor, aunque le pagó como si lo hubieran hecho, y durante horas estuvieron hablando. Antes de quedarse dormido Pelletier había sacado algunas conclusiones:
Vanessa estaba perfectamente preparada, tanto anímica como físicamente, para vivir en la Edad Media. Para ella el concepto «vida moderna» no tenía sentido. Confiaba mucho más en lo que veía que en los medios de comunicación. Era desconfiada y valiente, aunque su valor, contradictoriamente, la hacía confiar, por ejemplo, en un camarero, un revisor de tren, una colega en apuros, los cuales casi siempre traicionaban o defraudaban la confianza depositada en ellos. Estas traiciones la ponían fuera de sí y podían llevarla a situaciones de violencia impensables. También era rencorosa y se jactaba de decir las cosas a la cara, sin tapujos. Se consideraba a sí misma una mujer libre y tenía respuestas para todo. Lo que no entendía no le interesaba. No pensaba en el futuro, ni siquiera en el futuro de su hijo, sino en el presente, un presente perpetuo. Era bonita pero no se consideraba bonita. Más de la mitad de sus amigos eran inmigrantes magrebíes pero ella, que no llegó a votar jamás a Le Pen, veía en la inmigración un peligro para Francia.
– A las putas -le dijo Espinoza la noche en que Pelletier le habló de Vanessa- hay que follárselas, no servirles de psicoanalista.
Espinoza, al contrario que su amigo, no recordaba el nombre de ninguna. Por un lado estaban los cuerpos y las caras, por el otro lado, en una suerte de tubo de ventilación, circulaban las Lorenas, las Lolas, las Martas, las Paulas, las Susanas, nombres carentes de cuerpos, rostros carentes de nombres.