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Le preguntaron, como para desviar su culpabilidad, si sabía algo del paquistaní. Norton dijo que sí. En el informativo local de una televisión había aparecido la noticia. Un grupo de amigos, probablemente la gente que ellos vieron salir de Garden Row, encontraron el cuerpo del taxista y llamaron a la policía.

Tenía cuatro costillas rotas, conmoción cerebral, la nariz partida y había perdido toda la parte superior de la dentadura. Ahora estaba en el hospital.

– La culpa fue mía -dijo Espinoza-, sus insultos me hicieron perder los nervios.

– Lo mejor será que dejemos de vernos durante un tiempo -dijo Norton-, tengo que pensar detenidamente en esto.

Pelletier estuvo de acuerdo, pero Espinoza siguió echándose la culpa: que Norton dejara de verlo a él le parecía justo, no así que dejara de ver a Pelletier.

– Basta ya de decir tonterías -le dijo Pelletier en voz baja, y Espinoza sólo entonces se dio cuenta de que, en efecto, estaba diciendo sandeces.

Esa misma noche volvieron a sus respectivas casas.

Al llegar a Madrid Espinoza sufrió una pequeña crisis nerviosa.

En el taxi que lo llevaba hasta su casa se puso a llorar, de forma discreta, tapándose los ojos con la mano, pero el taxista se dio cuenta de que lloraba y le preguntó qué le pasaba, si se sentía mal.

– Me siento bien -dijo Espinoza-, sólo un poco nervioso.

– ¿Es usted de aquí? -dijo el taxista.

– Sí -dijo Espinoza-, soy madrileño.

Durante un rato ambos permanecieron sin decir nada.

Luego el taxista volvió al ataque y le preguntó si le interesaba el fútbol. Espinoza dijo que no, que nunca le había interesado ni ese ni ningún otro deporte. Y añadió, como para no cortar de golpe la conversación, que anoche casi había matado a un hombre.

– No me diga -dijo el taxista.

– Pues sí -dijo Espinoza-, casi lo maté.

– ¿Y eso por qué? -dijo el taxista.

– Por un pronto -dijo Espinoza.

– ¿En el extranjero? -dijo el taxista.

– Sí -dijo Espinoza riéndose por primera vez-, fuera de aquí, fuera de aquí, y además el tipo tenía una profesión muy rara.

Pelletier, por el contrario, ni tuvo una pequeña crisis nerviosa ni habló con el taxista que lo llevó hasta su apartamento.

Al llegar se duchó y se preparó un poco de pasta italiana con aceite de oliva y queso. Luego revisó su correspondencia electrónica, contestó algunas cartas y se fue a la cama con una novela de un joven autor francés, más bien intrascendente pero divertida, y con una revista de estudios literarios. Al poco rato se durmió y tuvo el siguiente y extrañísimo sueño: estaba casado con Norton y vivían en una amplia casa, cerca de un acantilado desde el que se veía una playa llena de gente en bañador que tomaba el sol o practicaba la natación sin alejarse, por otra parte, demasiado de la orilla.

Los días eran breves. Desde su ventana veía, casi sin cesar, puestas de sol y amaneceres. En ocasiones Norton se acercaba a donde estaba él y le decía algo, pero sin trasponer jamás el umbral de la habitación. La gente de la playa siempre estaba allí.

A veces tenía la impresión de que por las noches no volvían a sus casas o que se iban, todos juntos, cuando estaba oscuro, para volver, en una larga procesión, cuando aún no había amanecido.

Otras veces, si cerraba los ojos, podía sobrevolar la playa como una gaviota y podía ver a los bañistas de cerca. Los había de todos los tipos, aunque predominaban los adultos, treintañeros, cuarentañeros, cincuentañeros, y todos daban la impresión de estar concentrados en actividades nimias, como echarse aceite por el cuerpo, comer un sándwich, escuchar con más educación que interés la conversación de un amigo, de un pariente o de un vecino de toalla. En ocasiones, sin embargo, aunque con discreción, los bañistas se levantaban y contemplaban, no más de un segundo o dos, el horizonte, un horizonte calmo, sin nubes, de un azul transparente.

Cuando Pelletier abría los ojos reflexionaba sobre la actitud de los bañistas. Era evidente que esperaban algo, pero tampoco se podía decir que les fuera la vida en esa espera. Simplemente, cada cierto tiempo, adquirían una actitud más atenta, sus ojos vigilaban durante uno o dos segundos el horizonte, y luego volvían a integrarse en el flujo del tiempo de la playa, sin dejar entrever un quiebre o una vacilación. Ensimismado en la observación de los bañistas Pelletier olvidaba a Norton, confiado, tal vez, en su presencia en la casa, una presencia que atestiguaban los ruidos que de tanto en tanto procedían del interior, de las habitaciones que no tenían ventanas o cuyas ventanas daban al campo o a la montaña, no al mar ni a la playa rebosante. Dormía, eso lo descubrió cuando el sueño ya estaba muy avanzado, sentado en una silla, junto a su mesa de trabajo y la ventana.

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