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Durante el siguiente congreso al que asistieron («La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX», un encuentro de dos días de duración en Bolonia, copado por los jóvenes archimboldianos italianos y por una hornada de archimboldianos neoestructuralistas de varios países de Europa) decidieron contarle a Morini todo lo que les había pasado en los últimos meses y todos los temores que abrigaban con respecto a Norton y Pritchard.

Morini, que estaba un poco más desmejorado que la última vez (aunque ni el español ni el francés se dieron cuenta), los escuchó pacientemente en el bar del hotel y en una trattoria cercana a la sede del encuentro y en un restaurante carísimo de la parte vieja de la ciudad y paseando al azar por las calles boloñesas mientras ellos empujaban su silla de ruedas sin dejar de hablar en ningún momento. Al final, cuando quisieron recabar su opinión sobre el embrollo sentimental, real o imaginario, en el que estaban metidos, Morini sólo preguntó si alguno de ellos, o ambos, le había preguntado a Norton si amaba o si se sentía atraída por Pritchard. Tuvieron que confesar que no, que por delicadeza, por tacto, por finura, por consideración a Norton, en fin, no se lo habían preguntado.

– Pues teníais que haber empezado por ahí -dijo Morini, que aunque se sentía mal, y mareado además por tantas vueltas, no dejó escapar ni un suspiro de queja.

(Y llegados a este punto hay que decir que es cierto el refrán que dice: cría fama y échate a dormir, pues la participación, ya no digamos el aporte, de Espinoza y Pelletier al encuentro «La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX» fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica, como si de pronto estuvieran desgastados o ausentes, envejecidos de forma prematura o bajo los efectos de un shock, algo que no pasó inadvertido para algunos de los asistentes acostumbrados a la energía que el español y el francés solían desplegar, a veces incluso sin miramientos, en este tipo de eventos, ni tampoco pasó inadvertida para la camada última de archimboldianos, chicos y chicas recién salidos de la universidad, chicos y chicas con un doctorado todavía caliente bajo el brazo y que pretendían, sin parar mientes en los medios, imponer su particular lectura de Archimboldi, como misioneros dispuestos a imponer la fe en Dios aunque para ello fuera menester pactar con el diablo, gente en general, digamos, racionalista, no en el sentido filosófico sino en el sentido literal de la palabra, que suele ser peyorativo, a quienes no les interesaba tanto la literatura como la crítica literaria, el único campo según ellos -o según algunos de ellos- en donde todavía era posible la revolución, y que de alguna manera se comportaban no como jóvenes sino como nuevos jóvenes, en la misma medida en que hay ricos y nuevos ricos, gente en general, repitámoslo, lúcida, aunque a menudo negada para hacer la O con un palito, y quienes, aunque advirtieron un estar y no estar, una presencia ausencia en el paso fugaz de Pelletier y Espinoza por Bolonia, fueron incapaces de apercibirse de lo que verdaderamente importaba: su absoluto aburrimiento por todo lo que se decía allí sobre Archimboldi, su forma de exponerse a las miradas ajenas, similar, en su falta de astucia, a los andares de las víctimas de los caníbales, que ellos, caníbales entusiastas y siempre hambrientos, no vieron, sus rostros de treintañeros abotargados por el éxito, sus visajes que iban desde el hastío hasta la locura, sus balbuceos en clave que sólo decían una palabra: quiéreme, o tal vez una palabra y una frase: quiéreme, déjame quererte, pero que nadie, evidentemente, entendía.) Así que Pelletier y Espinoza, que pasaron por Bolonia como dos fantasmas, en su siguiente visita a Londres le preguntaron a Norton, diríase que resollantes, como si no hubieran dejado de correr o de trotar, en sueños o en la realidad, pero ininterrumpidamente, si ésta, la querida Liz que no había podido ir a Bolonia, amaba o quería a Pritchard.

Y Norton les dijo que no. Y luego les dijo que tal vez sí, que era difícil dar una respuesta concluyente a este respecto.

Y Pelletier y Espinoza le dijeron que ellos necesitaban saberlo, es decir que necesitaban una confirmación definitiva. Y Norton les dijo que por qué ahora, precisamente, se interesaban por Pritchard.

Y Pelletier y Espinoza le dijeron, casi al borde de las lágrimas, que si no ahora, ¿cuándo?

Y Norton les preguntó si estaban celosos. Y entonces ellos le dijeron que hasta ahí podíamos llegar, que celosos en modo alguno, que tal como llevaban ellos su amistad acusarlos de tener celos casi era un insulto.

Y Norton les dijo que sólo era una pregunta. Y Pelletier y Espinoza le dijeron que no estaban dispuestos a responder a una pregunta tan cáustica o capciosa o mal intencionada.

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