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Hasta donde ellos la conocían, y creían conocerla bien, la inglesa no era de las que permiten desplantes, menos aún si éstos se producen en su propia casa. Por lo que cabía la posibilidad, decidieron, de que la sombra del hombre no estuviera, finalmente, jugando al hulla-hop ni insultando a Liz sino más bien riéndose, y no de ella sino con ella. Pero la sombra de Norton no parecía reírse. Después la sombra del hombre desapareció: tal vez se había acercado a mirar libros, tal vez al baño o a la cocina. Tal vez se había dejado caer en el sofá y aún se reía. Y acto seguido la sombra de Norton se acercó a la ventana, pareció empequeñecerse, y luego hizo a un lado las cortinas y abrió la ventana, con los ojos cerrados, como si necesitara respirar el aire nocturno de Londres, y luego abrió los ojos y miró hacia abajo, hacia el abismo, y los vio.

La saludaron como si el taxi acabara de dejarlos allí. Espinoza agitó su ramo de flores en el aire y Pelletier su libro y luego, sin quedarse a ver el rostro perplejo de Norton, se dirigieron a la entrada del edificio y esperaron a que Liz les franqueara el portal.

Lo daban todo por perdido. Mientras subían las escaleras, sin hablar, oyeron cómo se abría una puerta y aunque no la vieron ambos presintieron la presencia luminosa de Norton en el rellano. El piso olía a tabaco holandés. Apoyada en el vano de la puerta Norton los miró como si fueran dos amigos muertos hace mucho, cuyos fantasmas regresan del mar. El hombre que los aguardaba en la sala era menor que ellos, probablemente un tipo nacido en los setenta, a mediados de los setenta, y no en los sesenta. Llevaba un suéter de cuello alto, aunque el cuello parecía cedido, y bluejeans deslavazados y zapatillas deportivas.

Daba la impresión de ser alumno de Norton o un profesor suplente.

Norton dijo que se llamaba Alex Pritchard. Un amigo. Pelletier y Espinoza le estrecharon la mano y sonrieron, incluso sabiendo que sus sonrisas serían lamentables. Pritchard, por el contrario, no sonrió. Dos minutos después estaban todos sentados en la sala bebiendo whisky y sin hablar. Pritchard, que bebía zumo de naranja, se sentó junto a Norton y le pasó un brazo por encima del hombro, un gesto que la inglesa, al principio, pareció no darle importancia (de hecho, el largo brazo de Pritchard se apoyaba en el respaldo del sofá y sólo sus dedos, alargados como los de una araña o un pianista, rozaban de tanto en tanto la blusa de Norton), pero a medida que el tiempo transcurría Norton se fue poniendo cada vez más nerviosa y sus viajes a la cocina o a su dormitorio se hicieron más frecuentes.

Pelletier ensayó algunos temas de conversación. Trató de hablar de cine, de música, de las últimas obras teatrales, sin recibir la ayuda ni siquiera de Espinoza, que en la mudez parecía rivalizar con Pritchard, si bien la mudez de éste, como mínimo, era la del observador, a partes iguales distraído e interesado, y la mudez de Espinoza era la del observado, sumido en la desdicha y la vergüenza. De repente, y sin que nadie pudiera decir a ciencia cierta quién lo inició, se pusieron a hablar de los estudios archimboldianos. Probablemente fue Norton, desde la cocina, la que mencionó el trabajo en común. Pritchard esperó a que ella volviera y luego, nuevamente su brazo extendido a lo largo del respaldo y sus dedos de araña sobre el hombro de la inglesa, dijo que la literatura alemana le parecía una estafa.

Norton se rió, como si alguien hubiera contado un chiste.

Pelletier le preguntó qué conocía él, Pritchard, de la literatura alemana.

– En realidad, muy poco -dijo el joven.

– Pues entonces usted es un cretino -dijo Espinoza.

– O un ignorante, por lo menos -dijo Pelletier.

– En cualquier caso, un badulaque -dijo Espinoza.

Pritchard no entendió el significado de la palabra badulaque, que Espinoza pronunció en español. Tampoco Norton lo entendió y quiso saberlo.

– Badulaque -dijo Espinoza- es alguien inconsistente, también puede aplicarse esta palabra a los necios, pero hay necios consistentes, y badulaque se aplica sólo a los necios inconsistentes.

– ¿Me está usted insultando? -quiso saber Pritchard.

– ¿Se siente usted insultado? -dijo Espinoza, que empezó a sudar de forma copiosísima.

Pritchard bebió un sorbo de su zumo de naranja y dijo que sí, que en realidad se sentía insultado.

– Pues entonces tiene usted un problema, señor -dijo Espinoza.

– Típica reacción de un badulaque -añadió Pelletier.

Pritchard se levantó del sofá. Espinoza se levantó del sillón.

Norton dijo ya basta, os estáis comportando como niños imbéciles.

Pelletier se echó a reír. Pritchard se acercó a Espinoza y le golpeó el pecho con el dedo índice, que era casi tan largo como el dedo medio. Golpeó el pecho una, dos, tres, cuatro veces, mientras decía:

– Uno: no me gusta que me insulten. Dos: no me gusta que me tomen por necio. Tres: no me gusta que un español de mierda se burle de mí. Cuatro: si tienes algo más que decirme salgamos a la calle.

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