– Ya lo sé -dijo Norton-. Os da miedo. Esperáis que sea yo la que dé el primer paso.
– No lo sé -dijo el que hablaba por teléfono-, tal vez no sea tan simple como eso.
En un par de ocasiones volvieron a encontrarse a Pritchard.
El joven larguirucho ya no se mostraba tan malhumorado como antes, si bien es cierto que los encuentros fueron casuales, sin tiempo para desplantes ni violencias. Espinoza llegaba al piso de Norton cuando Pritchard se iba, Pelletier se cruzó con él una vez en la escalera. Este último encuentro, sin embargo, aunque breve fue significativo. Pelletier saludó a Pritchard, Pritchard saludó a Pelletier, y cuando ya ambos se habían dado la espalda Pritchard se volvió y llamó a Pelletier con un siseo.
– ¿Quieres un consejo? -le dijo. Pelletier lo miró alarmado -. Ya sé que no lo quieres, viejo, pero igual te lo voy a dar.
Ten cuidado -dijo Pritchard.
– ¿Cuidado de qué? -atinó a decir Pelletier.
– De la Medusa -dijo Pritchard-, guárdate de la Medusa.
Y luego, antes de seguir bajando la escalera, añadió:
– Cuando la tengas en las manos te va a explotar.
Durante un rato Pelletier se quedó inmóvil, oyendo los pasos de Pritchard en la escalera y luego el ruido de la puerta de la calle que se abría y se cerraba. Sólo cuando el silencio se hizo insoportable volvió a subir por la escalera, pensativo y a oscuras.
Nada le contó a Norton de su incidente con Pritchard, pero cuando estuvo en París le faltó tiempo para llamar a Espinoza por teléfono y narrarle este enigmático encuentro.
– Es extraño -dijo el español-. Parece un aviso, pero también una amenaza.
– Además -dijo Pelletier-, Medusa es una de las tres hijas de Forcis y Ceto, las llamadas Gorgonas, tres monstruos marinos.
Según Hesíodo, Esteno y Euríale, las otras dos hermanas, eran inmortales. Medusa, por el contrario, era mortal.
– ¿Has estado leyendo mitología clásica? -dijo Espinoza.
– Es lo primero que he hecho apenas llegué a casa -dijo Pelletier -. Escucha esto: cuando Perseo le cortó la cabeza a Medusa de su cuerpo salió Crisaor, el padre del monstruo Geríones, y el caballo Pegaso.
– ¿El caballo Pegaso salió del cuerpo de Medusa? Joder -dijo Espinoza.
– Sí, Pegaso, el caballo alado, que para mí representa el amor.
– ¿Para ti Pegaso representa el amor? -dijo Espinoza.
– Pues sí.
– Es raro -dijo Espinoza.
– Bueno, son las cosas del liceo francés -dijo Pelletier.
– ¿Y tú crees que Pritchard sabe estas cosas?
– Es imposible -dijo Pelletier-, aunque vaya uno a saber, pero no, no creo.
– ¿Entonces qué conclusión sacas?
– Pues que Pritchard me pone, nos pone, en guardia contra un peligro que nosotros no vemos. O bien que Pritchard quiso decirme que sólo tras la muerte de Norton yo encontraré, nosotros encontraremos, el amor verdadero.
– ¿La muerte de Norton? -dijo Espinoza.
– Claro, ¿es que no lo ves?, Pritchard se ve a sí mismo como Perseo, el asesino de Medusa.
Durante un tiempo, Espinoza y Pelletier anduvieron como espiritados. Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al Nobel, los dejaba indiferentes. Sus trabajos en la universidad, sus colaboraciones periódicas con revistas de distintos departamentos de germánicas del mundo, sus clases e incluso los congresos a los que asistían como sonámbulos o como detectives drogados, se resintieron. Estaban pero no estaban. Hablaban pero pensaban en otra cosa. Lo único que les interesaba de verdad era Pritchard. La presencia ominosa de Pritchard que rondaba a Norton casi todo el tiempo. Un Pritchard que identificaba a Norton con Medusa, con la Gorgona, un Pritchard del que ellos, espectadores discretísimos, apenas sabían nada.
Para compensarlo empezaron a preguntar por él a la única persona que podía darles algunas respuestas. Al principio Norton se mostró renuente a hablar. Era profesor, tal como habían supuesto, pero no trabajaba en la universidad sino en una escuela de enseñanza secundaria. No era de Londres sino de un pueblo cercano a Bournemouth. Había estudiado en Oxford durante un año, y luego, incomprensiblemente para Espinoza y Pelletier, se había trasladado a Londres, en cuya universidad terminó sus estudios. Era de izquierdas, de una izquierda
– Un cabrón puede no tener imaginación y luego realizar un único acto de imaginación, en el momento más inesperado -dijo Espinoza.
– Inglaterra está llena de cerdos de esta especie -fue la opinión de Pelletier.
Una noche, mientras hablaban por teléfono desde Madrid a París, descubrieron sin sorpresa (la verdad es que sin un ápice de sorpresa) que ambos odiaban, y cada vez más, a Pritchard.