Espinoza miró a Pelletier y le preguntó, en alemán, por supuesto, qué podía hacer.
– No salgas a la calle -dijo Pelletier.
– Alex, márchate de aquí -dijo Norton.
Y como Pritchard en el fondo no tenía intención de pegarse con nadie, le dio un beso en la mejilla a Norton y se marchó sin despedirse de ellos.
Esa noche cenaron los tres en el Jane amp; Chloe. Al principio estaban algo alicaídos, pero la cena y el vino los animaron y al final volvieron a casa riéndose. No quisieron, sin embargo, preguntarle a Norton quién era Pritchard ni ella hizo ningún comentario destinado a iluminar la figura alargada de aquel joven malhumorado. Por el contrario, casi al final de la cena, a modo de explicación, hablaron de ellos mismos, de lo cerca que habían estado de estropear, acaso irremediablemente, la amistad que cada uno sentía por el otro.
El sexo, convinieron, era demasiado bonito (aunque casi enseguida se arrepintieron de haber utilizado este adjetivo) como para convertirse en el obstáculo de una amistad cimentada tanto en las afinidades emocionales como intelectuales.
Pelletier y Espinoza se cuidaron, no obstante, de dejar en claro, allí, uno delante del otro, que lo ideal para ellos, y suponían que también para Norton, era que finalmente, y de forma no traumática
A lo cual Norton respondió con una pregunta, en la que era dable ver algo de retórica, pero una pregunta plausible al fin y al cabo: ¿qué sucedería si, mientras ella deshojaba la margarita, uno de ellos, Pelletier, por ejemplo, se enamoraba instantáneamente de una alumna más joven y más guapa que ella, y también más rica, y mucho más encantadora? ¿Debía ella considerar roto el pacto y desechar automáticamente a Espinoza? ¿O debía, por el contrario, quedarse con el español, puesto que no podía quedarse con nadie más? A lo que Pelletier y Espinoza respondieron que la posibilidad real de que su ejemplo se cumpliera era remotísima, y que ella, con o sin ejemplo, podía hacer lo que quisiera, incluso meterse monja, si ése era su deseo.
– Cada uno de nosotros lo que quiere es casarse contigo, vivir contigo, tener hijos contigo, envejecer contigo, pero ahora, en este momento de nuestras vidas, lo único que queremos es conservar tu amistad.
A partir de esa noche los vuelos a Londres se reanudaron.
A veces aparecía Espinoza, otras veces Pelletier, y en algunas ocasiones aparecían ambos. Cuando esto sucedía solían alojarse en el hotel de siempre, un hotel pequeño e incómodo en Foley Street, cerca del Middlesex Hospital. Cuando abandonaban la casa de Norton, a veces solían dar un paseo por los alrededores del hotel, generalmente silenciosos, frustrados, de alguna forma agotados por la simpatía y el encanto que se obligaban a desplegar durantes estas visitas conjuntas. En no pocas ocasiones se quedaban quietos, detenidos junto al farol de la esquina, observando a las ambulancias que entraban o salían del hospital.
Los enfermeros ingleses hablaban a gritos, aunque el sonido de sus vozarrones les llegaba en sordina.
Una noche, mientras contemplaban la entrada desacostumbradamente vacía del hospital, se preguntaron por qué, cuando venían juntos a Londres, ninguno de los dos se quedaba en el departamento de Liz. Por cortesía, probablemente, se dijeron. Pero ninguno de los dos creía ya en ese tipo de cortesía.
Y también se preguntaron, al principio renuentes y al final con vehemencia, por qué no se acostaban los tres juntos. Aquella noche una luz verde y enfermiza salía de las puertas del hospital, un verde claro como de piscina, y un enfermero fumaba un cigarrillo, de pie, en medio de la acera, y entre los coches aparcados había uno con la luz encendida, una luz amarilla como de nido, pero no un nido cualquiera sino un nido posguerra nuclear, un nido en donde ya no tenían cabida las certezas sino el frío y el abatimiento y la desidia.
Una noche, mientras hablaba por teléfono con Norton desde París o desde Madrid, uno de ellos sacó a colación el tema. Para su sorpresa Norton le dijo que ella también, desde hacía tiempo, se había planteado esa posibilidad.
– No creo que te lo propongamos nunca -dijo el que hablaba por teléfono.