Y luego se fueron a cenar y los tres bebieron más de la cuenta, felices como niños, hablando de los celos y de las funestas consecuencias de éstos. Y también hablando de la inevitabilidad de los celos. Y hablando de la necesidad de los celos, como si los celos fueran necesarios en medio de la noche. Para no mencionar la dulzura y las heridas abiertas que en ocasiones, y bajo ciertas miradas, son golosinas. Y a la salida tomaron un taxi y siguieron discurseando.
Y el taxista, un paquistaní, durante los primeros minutos los observó por el espejo retrovisor, en silencio, como si no diera crédito a sus oídos, y luego dijo algo en su lengua y el taxi pasó por Harmsworth Park y el Imperial War Museum, por Brook Street y luego por Austral y luego por Geraldine, dando la vuelta al parque, una maniobra a todas luces innecesaria.
Y cuando Norton le dijo que se había perdido y le indicó qué calles debía tomar para enderezar el rumbo el taxista permaneció, otra vez, en silencio, sin más murmullos en su lengua incomprensible, para luego reconocer que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientarlo.
Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.
Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George’s Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asqueroso vehículo que nosotros preferimos apearnos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparcaba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que primero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní después de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, menos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en
Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el