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Y seguramente dormía pocas horas, incluso cuando el sol se ponía procuraba mantenerse despierto el máximo tiempo posible, con los ojos fijos en la playa, ahora un lienzo negro o el fondo de un pozo, por si veía alguna luz, el dibujo de una linterna, las llamas vacilantes de una hoguera. Perdía la noción del tiempo. Vagamente recordaba una escena confusa que lo avergonzaba y enfervorizaba a partes iguales. Los papeles que tenía sobre la mesa eran manuscritos de Archimboldi o como tales los había comprado, aunque al repasarlos se daba cuenta de que estaban escritos en francés y no en alemán. Junto a él había un teléfono que nunca sonaba. Los días cada vez eran más calurosos.

Una mañana, cerca del mediodía, vio a los bañistas que suspendían sus actividades y contemplaban, todos a la vez, como era usual, el horizonte. No pasaba nada. Pero entonces, por primera vez, los bañistas se daban la vuelta y empezaban a abandonar la playa. Algunos se deslizaban por una carretera de tierra que había entre dos cerros, otros marchaban a campo abierto, agarrándose a las matas y a las piedras. Unos pocos se perdían en dirección al desfiladero y Pelletier no los veía pero sabía que iniciaban una lenta escalada. Sobre la playa sólo quedaba un bulto, una mancha oscura que sobresalía de una fosa amarilla. Durante un instante Pelletier sopesaba la conveniencia de bajar a la playa y proceder a enterrar, con todas las precauciones que el caso exigía, el bulto en el fondo del agujero.

Pero tan sólo de imaginar el largo camino que tenía que recorrer para llegar a la playa se ponía a sudar, y cada vez sudaba más, como si una vez abierta la espita no pudiera cerrarse.

Y entonces observaba un temblor en el mar, como si el agua también sudara, es decir, como si el agua se pusiera a hervir.

Un hervor apenas perceptible que se desparramaba en ondas, hasta montarse en las olas que iban a morir a la playa.

Y entonces Pelletier sentía que se estaba mareando y un ruido de abejas llegaba del exterior. Y cuando el ruido de abejas cesaba se instalaba un silencio aún peor en la casa y en las áreas circundantes.

Y Pelletier gritaba el nombre de Norton y la llamaba, pero nadie acudía a su llamado, como si el silencio se hubiera tragado su llamada de auxilio. Y entonces Pelletier se ponía a llorar y veía que del fondo del mar metalizado emergía lo que quedaba de una estatua. Un trozo de piedra informe, gigantesco, desgastado por el tiempo y por el agua, pero en donde aún se podía ver, con total claridad, una mano, la muñeca, parte del antebrazo. Y esa estatua salía del mar y se elevaba por encima de la playa y era horrorosa y al mismo tiempo muy hermosa.

Durante unos días Pelletier y Espinoza se mostraron, cada uno por su lado, compungidos por el affaire con el taxista paquistaní, que daba vueltas alrededor de su mala conciencia como un fantasma o como un generador de electricidad.

Espinoza se preguntó si su comportamiento no revelaba lo que verdaderamente era, es decir un derechista xenófobo y violento.

A Pelletier, por el contrario, lo que alimentaba su mala conciencia era el hecho de haber pateado al paquistaní cuando éste ya estaba en el suelo, lo que resultaba francamente antideportivo.

¿Qué necesidad había de hacerlo?, se preguntaba. El taxista ya había recibido su merecido y no hacía falta que él añadiera más violencia a la violencia.

Una noche ambos hablaron largamente por teléfono. Se expusieron sus respectivas aprensiones. Procedieron a reconfortarse.

Pero al cabo de pocos minutos volvieron a lamentar el incidente, por más que en su fuero íntimo estuvieran convencidos de que el verdadero derechista y misógino era el paquistaní, de que el violento era el paquistaní, de que el intolerante y mal educado era el paquistaní, de que el que se lo había buscado era el paquistaní, una y mil veces. En estas ocasiones, la verdad, si el taxista se hubiera materializado ante ellos, seguramente lo habrían matado.

Durante mucho tiempo se olvidaron de sus viajes semanales a Londres. Se olvidaron de Pritchard y de la Gorgona. Se olvidaron de Archimboldi, cuyo prestigio crecía a espaldas suyas.

Se olvidaron de sus trabajos, que escribían de forma rutinaria y desabrida y que más que trabajos suyos eran de sus discípulos o de profesores ayudantes de sus respectivos departamentos captados para la causa archimboldiana a base de vagas promesas de contratos fijos o subidas de sueldo.

En el curso de un congreso visitaron ambos, mientras Pohl daba una conferencia magistral sobre Archimboldi y la vergüenza en la literatura alemana de posguerra, un burdel en Berlín, en donde se acostaron con dos chicas rubias, muy altas y de largas piernas. Al salir, cerca de medianoche, estaban tan contentos que se pusieron a cantar como niños bajo el diluvio. La experiencia con las putas, algo nuevo en sus vidas, se repitió varias veces en distintas ciudades europeas y finalmente terminó por instalarse en la cotidianidad de sus respectivas ciudades.

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